posted by Carlos M. Sotomayor
MURIÓ CON NOSOTROS Y CONMIGO.
TODOS SE ACORDARÁN DE ÉL.
Lima, 1930 - 2006
Tantas veces Pablo
Eloy Jáuregui
La sentida desaparición de uno de los más grandes poetas de la Generación del 50 tan caro a los más intensos afectos y respetos en la Universidad de Lima.
La última vez que vi a Pablo Guevara fue la primera. Esa noche lo observé mirando para adentro. Como si presagiara su muerte fulminante y sólo para el brillo inmortal de su interior. En al Auditorio Central de la Universidad de Lima le rendíamos un homenaje al maestro Desiderio Blanco. Luego en la recepción, Pablo sonreía sin parar cuando le contaba de las aventuras de mis hermanos de Hora Zero, tan entrañables como él mismo, del estruendoso Jorge Pimentel, del perseverante Tulio Mora, del exacto Enrique Verástegui.
Yo había revisado recientemente sus monumentales 5 tomos de “La Colisión”, aquel conjunto de asimétrica belleza con la que Pablo había ganado la VIII Bienal de Poesía COPE de 1999 para entender de su envergadura en relación a un trabajo de las Jornadas de Investigación científica sobre poesía en prosa en las vanguardias peruanas que elaboraban los profesores Carlos López Degregori, Luis Chueca, José Guich y Alejandro Susti de la Universidad de Lima.
Esa noche, a Pablo le conté que había descubierto que en sus últimos libros, esa “opera marítima en 5 actos” y en sus 8 poemarios inéditos, le había descubierto más que hallado una extraña relación de amigos que habían muerto. Le mencioné los hielos de Renzo Uccelli, las pastillas de Juan Bullita, las uvas de Enrique Lihn, todos poetas de alguna forma, todos inmortales de alguna manera. Él me respondió sereno, mientras se acomodaba sus anteojos, que de pronto todos éramos tripulantes de aquel trasatlántico en medio de las brumas nocturnas que colisiona con el iceberg del destino y se lo traga la inmensidad del océano.
Me conmovió tanto su frase cómo días después me asoló la noticia que un cáncer lo hundía sin remedio. Guevara en los 80 había armado un constructo impensado más que inédito. Un gigantesco retablo sobre la poesía peruana. De alguna manera era una geografía y catastro, un edificio o una estructura sistémica donde uno podía construir y reconstruir el ADN de nuestra escritura, con sus colosos y sus ángeles, con sus monumentos y detritus. El armazón a doble página apareció en un diario local y más de uno, por inocente o cómplice se sintió tocado.
Era en todo caso una arquitectura de la libertad contra los rigores del poder. La poesía peruana, para Guevara fue siempre un soplete o estilete para desarmar conjuras y degollar entuertos. Esa era la misión de su visión. Vivir para crear, crear para amar, amar para resistir, resistir para vencer. Pablo tenía 76 años y una tarde en el Taller de poesía que dirigió en San Marcos me dijo al oído que uno escribía sólo para colisionar contra lo inocuo del tiempo y para recuperar el deseo de la memoria que ni la muerte podrá anular. Ahora que lo recuerdo: tenía razón.
Lima, 1930 - 2006
Tantas veces Pablo
Eloy Jáuregui
La sentida desaparición de uno de los más grandes poetas de la Generación del 50 tan caro a los más intensos afectos y respetos en la Universidad de Lima.
La última vez que vi a Pablo Guevara fue la primera. Esa noche lo observé mirando para adentro. Como si presagiara su muerte fulminante y sólo para el brillo inmortal de su interior. En al Auditorio Central de la Universidad de Lima le rendíamos un homenaje al maestro Desiderio Blanco. Luego en la recepción, Pablo sonreía sin parar cuando le contaba de las aventuras de mis hermanos de Hora Zero, tan entrañables como él mismo, del estruendoso Jorge Pimentel, del perseverante Tulio Mora, del exacto Enrique Verástegui.
Yo había revisado recientemente sus monumentales 5 tomos de “La Colisión”, aquel conjunto de asimétrica belleza con la que Pablo había ganado la VIII Bienal de Poesía COPE de 1999 para entender de su envergadura en relación a un trabajo de las Jornadas de Investigación científica sobre poesía en prosa en las vanguardias peruanas que elaboraban los profesores Carlos López Degregori, Luis Chueca, José Guich y Alejandro Susti de la Universidad de Lima.
Esa noche, a Pablo le conté que había descubierto que en sus últimos libros, esa “opera marítima en 5 actos” y en sus 8 poemarios inéditos, le había descubierto más que hallado una extraña relación de amigos que habían muerto. Le mencioné los hielos de Renzo Uccelli, las pastillas de Juan Bullita, las uvas de Enrique Lihn, todos poetas de alguna forma, todos inmortales de alguna manera. Él me respondió sereno, mientras se acomodaba sus anteojos, que de pronto todos éramos tripulantes de aquel trasatlántico en medio de las brumas nocturnas que colisiona con el iceberg del destino y se lo traga la inmensidad del océano.
Me conmovió tanto su frase cómo días después me asoló la noticia que un cáncer lo hundía sin remedio. Guevara en los 80 había armado un constructo impensado más que inédito. Un gigantesco retablo sobre la poesía peruana. De alguna manera era una geografía y catastro, un edificio o una estructura sistémica donde uno podía construir y reconstruir el ADN de nuestra escritura, con sus colosos y sus ángeles, con sus monumentos y detritus. El armazón a doble página apareció en un diario local y más de uno, por inocente o cómplice se sintió tocado.
Era en todo caso una arquitectura de la libertad contra los rigores del poder. La poesía peruana, para Guevara fue siempre un soplete o estilete para desarmar conjuras y degollar entuertos. Esa era la misión de su visión. Vivir para crear, crear para amar, amar para resistir, resistir para vencer. Pablo tenía 76 años y una tarde en el Taller de poesía que dirigió en San Marcos me dijo al oído que uno escribía sólo para colisionar contra lo inocuo del tiempo y para recuperar el deseo de la memoria que ni la muerte podrá anular. Ahora que lo recuerdo: tenía razón.
MI PADRE
Tenía un gran taller. Era parte del orbe.
Entre cueros y sueños y gritos y zarpazos,
él cantaba y cantaba o se ahogaba en la vida.
Con Forero y Arteche. Siempre Forero, siempre
con Bazetti y mi padre navegando en el patio
y el amable licor como un reino sin fin.
Fue bueno, y yo lo supe a pesar de las ruinas
que alcancé a acariciar. Fue pobre como muchos,
luego creció y creció rodeado de zapatos que luego
fueron botas. Gran monarca su oficio, todo creció
con él. La casa y mi alcancía y esta humanidad.
Pero algo fue muriendo, lentamente al principio;
su fe o su valor, los frágiles trofeos, acaso su pasión,
algo se fue muriendo con esa gran constancia
del que mucho ha deseado.
Y se quedó un día, retorcido en mis brazos,
como una cosa usada, un zapato o un traje,
raíz inolvidable quedó solo y conmigo.
Nadie estaba a su lado. Nadie.
Más allá de la alcoba, amigos y familia,
qué sé yo, lo estrujaban.
Murió solo y conmigo. Nadie se acuerda de él.
CRISTINA
Y es en el oval de la mejilla que camina,
hija a mi lado, el esquife más pequeño
que tengo, el más dorado de todos,
donde está la proa de mi amor.
Y en el tan dulce pelo que es,
dorado del Botticelli, trigo de Teruel, Jauja o Kiev,
y en el pórtico oval gótico por donde brillan
ojos ojivados del Van der Goes o del Memling
ventanitas son de monasterio oscuro, oscuro,
irisados bajo la garúa nacen y mueren,
rojos, verdes, azules en pugna con el gris
de calamidad de Lima, y el marchito tiempo
al fondo, tiempo que lloro, plúmbeo marco
como los de Leonardo…
En tanto sostengo el remo, el bracito nacarado,
el cáñamo japonés, el tallo de la flor de Rhodesia,
en el mar desencadenado y en la albúmina excesiva
como de tuberculoso de Lima, y en la alegría
de su boca, música del Corelli, campanita
solar del valle mientras tiembla mi corazón
y llegar al puñal no oso, y por fin mi vida es
junto con la de la imaginación aunque sólo
sean unos segundos -siempre son unos segundos,
estos que son la vida de los que no han perdido
su libertad ni jamás se la dejarían arrebatar
por sobre todas las cosas y pueden predecir
la sequía o la cosecha de la gavilla,
aunque los pueblos estén de duelo
por los gavilanes y los guerrilleros,
ah Nacimiento, ah Muerte, volver a partir
desarrebujando las velas, aún más remendadas,
ah Niñez, ah Juventud, ah Gravidez, ah Vejez
del Amor, y los astutos dioses haciéndonos
las espaldas y las olas creciendo, siempre creciendo…
(De Crónicas contra los bribones)
Tenía un gran taller. Era parte del orbe.
Entre cueros y sueños y gritos y zarpazos,
él cantaba y cantaba o se ahogaba en la vida.
Con Forero y Arteche. Siempre Forero, siempre
con Bazetti y mi padre navegando en el patio
y el amable licor como un reino sin fin.
Fue bueno, y yo lo supe a pesar de las ruinas
que alcancé a acariciar. Fue pobre como muchos,
luego creció y creció rodeado de zapatos que luego
fueron botas. Gran monarca su oficio, todo creció
con él. La casa y mi alcancía y esta humanidad.
Pero algo fue muriendo, lentamente al principio;
su fe o su valor, los frágiles trofeos, acaso su pasión,
algo se fue muriendo con esa gran constancia
del que mucho ha deseado.
Y se quedó un día, retorcido en mis brazos,
como una cosa usada, un zapato o un traje,
raíz inolvidable quedó solo y conmigo.
Nadie estaba a su lado. Nadie.
Más allá de la alcoba, amigos y familia,
qué sé yo, lo estrujaban.
Murió solo y conmigo. Nadie se acuerda de él.
CRISTINA
Y es en el oval de la mejilla que camina,
hija a mi lado, el esquife más pequeño
que tengo, el más dorado de todos,
donde está la proa de mi amor.
Y en el tan dulce pelo que es,
dorado del Botticelli, trigo de Teruel, Jauja o Kiev,
y en el pórtico oval gótico por donde brillan
ojos ojivados del Van der Goes o del Memling
ventanitas son de monasterio oscuro, oscuro,
irisados bajo la garúa nacen y mueren,
rojos, verdes, azules en pugna con el gris
de calamidad de Lima, y el marchito tiempo
al fondo, tiempo que lloro, plúmbeo marco
como los de Leonardo…
En tanto sostengo el remo, el bracito nacarado,
el cáñamo japonés, el tallo de la flor de Rhodesia,
en el mar desencadenado y en la albúmina excesiva
como de tuberculoso de Lima, y en la alegría
de su boca, música del Corelli, campanita
solar del valle mientras tiembla mi corazón
y llegar al puñal no oso, y por fin mi vida es
junto con la de la imaginación aunque sólo
sean unos segundos -siempre son unos segundos,
estos que son la vida de los que no han perdido
su libertad ni jamás se la dejarían arrebatar
por sobre todas las cosas y pueden predecir
la sequía o la cosecha de la gavilla,
aunque los pueblos estén de duelo
por los gavilanes y los guerrilleros,
ah Nacimiento, ah Muerte, volver a partir
desarrebujando las velas, aún más remendadas,
ah Niñez, ah Juventud, ah Gravidez, ah Vejez
del Amor, y los astutos dioses haciéndonos
las espaldas y las olas creciendo, siempre creciendo…
(De Crónicas contra los bribones)
DESCANSA EN PAZ, HERMANO MAYOR
2 comentarios:
Llegó un día sábado como otros, en un periódico leí que había fallecido Pablo Guevara, sólo señalaban los premios que había ganado y poco de este hombre que iba a causar mucho placer al leer el poema Mi padre, desde ese día comencé a buscar mucha más información acerca de Guevara, llegué hasta este blog y me pareció interesante la nota, y como leí algo de éste: hay muchos poetas en el Perú aunque no sea muy reconocida.
Pablito prometía retirarse de la cátedra, cada año, aunque nosotros sospechábamos que nunca lo haría, que San Marcos no podía perder su valiosa conciencia crítica, su ironía tan lúcida, la preocupación tan íntima y a la vez tan expansiva que sentía por el destino humano. Pablo sabía que escuchándolo hablar sobre la vigencia de Vallejo en las plazas y calles, de las ciudades y pueblos, en la mezquindad del poder, en el dolor cotidiano del mundo, muchas personas encontraban un lazo natural con la poesía. Y sus esquemas "guevarianos" más que "lotmanianos" así lo atestiguaban. Nadie como él, ni críticos (que abundan), ni doctos ni entomólogos de versos, podían alcanzar, como en sus heterodoxas clases, la equilibrada armonía de un doble creador (el riguroso caos desbordante del poeta y el estudioso). Pablo era el vidente de la poesía en movimiento, la que vimos circular por la calle, por la casa de su infancia en la Plaza Italia, por su trajinar de los miércoles en Letras, dejando siempre nuestras palabras atadas. La primera vez que supe de él, alguien me contó que se le había acercado para preguntarle: “Disculpe, ¿Ud. es el profesor Pablo Guevara?”, y él había respondido con media sonrisa, acelerando el paso y cargado de libros y películas: “No, yo soy el POETA Pablo Guevara”
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