lunes, agosto 21, 2006

ESTOY ENAMORADO DE MI PAÍS: CHICHEROS 1

Chacalón

Y NO PODRÁN MATARLO


A Lorenzo Palacios Quispe lo siguen llamando «Chacalón». Para sus devotos, aquello de que el hombre está muerto son pamplinas. Su leyenda ahora tiene de mito religioso. El Faraón de la cumbia peruana que dejó este mundo físico cuando había cumplido 46 años, vive a regañadientes en los páramos del cementerio El Ángel en los viejo Barrios Altos limeños. Cierto, el hombre ya no canta pero su voz además de seguir perpetuando un estilo para los provincianos de la Lima, informal y achicada, hoy habita en los fastos de los prodigios. Hace milagro, dicen, si le rezas con fervor. «Chacalón» fue el artista que vivió en el magma de la pobreza más cruel y hoy sigue siendo un paradigma de los desterrados, que a una década de su muerte hoy lo consideran un santo y ocupa la versión masculina de otro personaje venerado por los humildes, los ladrones y las prostitutas, Sarita Colonia.


Escribe Eloy Jáuregui


Tibio todavía, entre visiones difusas y el olor al alcanfor final, había distinguido aún las facciones de Dora Puente, su esposa, pero apenas alcanzaba a descifrar lo que entre gemidos ella le decía. En el breve espacio de la sala de la Unidad de Cuidados Intensivos de la clínica Javier Prado, Lorenzo Palacios Quispe, «Chacalón», recién tuvo la certeza de que se moría y ya casi embalsamado en los atonales himnos de ronquidos quiso pedir agua, aire, por favor, un poco más de vida. Era la media tarde de un 26 de junio de 1994, e injusto el silencio absoluto de pronto lo dominó y la parca se encargó de entonarle su punto final.

Chacalón y Chapulín de Los Shapis

Ese día había muerto «El Faraón de la cumbia peruana», el ser de la alegoría del provinciano en Lima, su emblema y paradigma; pero desde aquella vez, su linaje había procreado al mito, al personaje que devino en predestinado santo, en un ídolo de contraseñas, en un virtuoso venerable. Su vida misma le había inventado la leyenda y esta tenía sus consignas. Que fue alcohólico, que vivía de las mujeres, que era lo que dicen un «achorado» de marca mayor, y él apenas era el artista popular que cantaba junto a los cerros que estrangulan la capital para sobrevivir fotografiado a las angustias familiares sin etiqueta.

Tula Rodríguez como la esposa de Chacalón en C.2

Tenía 44 años cuando lo enterraron. Y esa despedida fue memorable incluso sobre las cicatrices que deja el barrio y sus albañales. Qué de multitud no llegó hasta el camposanto, qué de rituales bajopoblanos no se exhibieron aquel atardecer. Su pueblo, embriagado por el dolor contenido, no halló mejor oportunidad para que ahí, en el cementerio El Ángel, cuartel Santa Glicenia 33-B, se cortara los brazos y garabateara sus tatuajes. Y el ataúd, lanzado por el gentío, estrujado por el amor a navajazos que transportaba como un Cristo y a duras penas al ídolo muerto de un paro cardiaco y más muerto todavía de vida desmesurada se marchaba para siempre. El parte médico hablaba de un coma diabético y de una sangrante úlcera gástrica y hasta de un virus inclasificable en ese momento. Luego se sabría que «Chacalón» había fallecido de rabia, pena y añoranzas.

Una voz contra las miserias

Para aquellos que lo conocimos, «Chacalón» fue ese ser necesario para el imaginario del pobre y el desarraigado sin horizontes. Y daba la talla porque cantando resolvía como una válvula de escape la frustración nacional de los peruanos marginales, aquellos que todavía habitan en la bienaventuranza de lo prodigioso, esos que horadan las márgenes de la informalidad. Por eso construyó su propia estampa para enarbolar las insignias de una cultura ilustrada en la hibridez: la cultura chicha. Expresión celebrada del provinciano conquistado por la megalópolis limeña y que resignan su sino al nudo o trenza capitalino que los atrapa y los mimetiza con la magia miserable de la sobrevivencia a tal punto que son muy pocos aquellos que retornan a sus pueblos. Peruanos de fronteras adentro, cultura del interregno y pesadumbres, costumbres del tráfago de la postración.

Su madre, doña Olimpia Quispe, había llegado a Lima desde Huamanga en el invierno de 1942 y aún adolescente se empleó como sirvienta en el barrio de Santa Beatriz. Dicen que sus paisanos le anunciaron a los gritos que tenía muy buena voz, y era cierto porque la joven Olimpia poseía un timbre que le hacía cantar los huaynos de su tierra aternurados entre sus llantos tutelares y las melancolías que canonizaban el aroma a las retamas. Un domingo debutó en el Coliseo Nacional de la avenida Bolívar en La Victoria, y Luis Pizarro Cerrón, el empresario avieso, la bautizó con el nombre de "La Huaytita". Así quedó, así, jovencita y todavía extraviada, así se fue ganando la vida, «sola, siempre sola...» como cantaba la Flor Pucarina, en un mercado donde los hombres imponían el rigor del trago y la violencia despótica del macho.


En ese ambiente doña Olimpia conocería a Lorenzo Palacios Huaypacusi, huancaíno y cargador de La Parada. La música, el zapateo y las cervecitas hicieron lo demás. De aquel breve amor embriagado nacería Lorenzo Palacios Quispe, esa criatura que cuando vio la luz del mundo, sin embargo, no tuvo la suerte de conocer al hombre que doña Olimpia le dijo que era su padre. Luego le sucedieron otros hermanos y aún cuando niño fue conociendo a otros tantos padrastros. La mamá ahora vendía anticuchos y habitaban en un atropellado cuarto de un callejón del cerro San Cosme. El niño Lorenzo jamás se dio cuenta cómo un hombre de carácter férreo, Silverio Escalante, de pronto fue el tipo extraño a quien él debía decirle «papá» y así creció, entre las carencias y las broncas, los rostros extraños y los excesos de los mendrugos.

En la geografía de la miseria

Entre los cerros San Cosme, San Pedro, El Pino y El Agustino existe el lugar sin dueño, la zona más violenta de los extramuros limeños. La gente es hosca y sin escrúpulos. Campea la delincuencia, las drogas y la prostitución. En los albores de los años cincuenta, como bien refiere José Matos Mar [1], la presencia de los provincianos en Lima alcanza proporciones demográficas inconmensurables. La Carretera Central, la principal vía que comunica a la capital con los pueblos de los Andes centrales, desemboca precisamente en ese cuadrante de la marginalidad. Hasta ahí llegaron esos peruanos desalojados de sus querencias y fueron a dar a las cumbres de la miseria desde donde se puede ver el mar. Invadiendo los cerros, se fueron haciendo al principio de casas de esteras en un aglutinamiento urbanístico sin orden ni concierto. Ahí creció Lorenzo Palacios Quispe.


Entre Manzanilla y el jirón Sebastián Barranca la vida no vale nada. Aquí las prostitutas y sus cafichos, más allá los borrachos bebiéndose la existencia alcohólica y sus últimos suspiros metílicos. Ahí, el Lorenzo niño tenía que sobrevivir ahora robando frutas de los camiones, ahora de «campana», ahora de aguatero de burdel y lo sabían, y quisieron corregirlo a correazos y dicen que se arrepintió. Y entonces desde los 7 años tuvo que trabajar de lustrabotas, de ambulante, de ayudante de cocina y hasta fue ‘pájaro frutero’ [2]. En la casa, los hermanos seguían llegando así como cuanto extraño se aparecía por el callejón.

Según me confesó en la entrevista que le hiciera en una tarde de julio de 1989 [3], él nunca supo con certeza cuántos hermanos fueron porque era tal la promiscuidad en la familia que Lorenzo no supo diferenciar quién era su pariente, quiénes sus tíos, quiénes sus primos. Cuando estuvo en edad escolar lo matricularon en un colegio fiscal de la avenida San Pablo. Lorenzo tenía habilidad para cualquier cosa menos para los libros. Su padrastro –contaba «Chacalón»-- lo encontró una vez jugando fútbol en vez de estar en clases. Esa noche lo flagelaron. Lorenzo no lloraba pero le dijo al padrastro que prefería el trabajo a los cuadernos y desde aquella vez lo emplearon en un taller de zapatería. No obstante, un rencor inconfesable lo había marcado para siempre y su destino le había cancelado su inocencia. Ese invierno sin abrigo le cambió la vida y se hizo hombre sin recargos.

El artista de los necesitados


Lorenzo ya había cumplido los 15 años y entre otras cosas había aprendido también la técnica fina en la elaboración de zapatos para damas. Fue así que me contó en aquella conversación en su casa y entre vasos de cerveza y aguardiente cómo se inició en el canto: «Una tarde en el campo del colegio Labarthe, allá por la avenida México, en un festival musical deportivo, yo estaba jugando fútbol. Era un campeonato relámpago y yo era arquero del club Juventud Chacapampa. Mis compañeros, mis patas, que sabían que yo cantaba en las cantinas, me animaron a subir al escenario porque había un pequeño concurso para principiantes. Subí al estrado que estaba detrás del arco y donde un rato antes habían cantado mis ídolos del folclore. Era domingo y recuerdo clarito, ahí estaba Picaflor de los Andes, Flor Pucarina, Princesita de Yungay y otras estrellas del huayno. Yo estaba picado, ya nos habíamos tomado casi dos cajas de cerveza, pero no desentoné y me aplaudieron y de futbolista pasé a ser cantante profesional. Como nosotros éramos pobres y misios, al menos esa noche llevé alguito para la comida, para la olla de la casa».

La música folclórica, a partir de los años 60 había encontrado un amplio nicho tanto en la radio como en los discos. «Picaflor de los Andes» era un ídolo de multitudes y llenaba cuanto festejo o fiesta se realizaba en los coliseos [4]. Ya en esos años, otro artista andino, «El Jilguero del Huascarán», era quien más discos vendía en el país. Pero el Perú estaba invadido por los ritmos tropicales, la Sonora Matancera y las cumbias de Tulio Enrique León. Así, producto de esa influencia, en 1965 aparece un grupo nacional distinto: Los Pacharacos de Fredy Centi, quienes ‘tropicalizaban’ los huaynos que tenía origen en el valle del Mantaro. La mezcla sonaba rara pero enganchaba con los públicos migrantes. Luego irrumpen dos bandas típicas de esa misma zona de la sierra peruana: Los Demonios del Corocochay y Los Demonios del Mantaro. Estos últimos imponen el tema «La Chichera». Para muchos estudiosos del fenómeno ‘chicha’, este es el momento en que se gesta el género y que abriría las puertas a una transformación en los gustos y las modas y que traspuso el umbral de lo puramente musical para convertirse en un hito sociocultural en el Perú [5].


El laberinto de la «choledad»

Pero en aquel tiempo Lima se sofisticaba –como afirma el sociólogo Eduardo Arroyo-- siguiendo las pautas del american way of life. En la capital aparecen discotecas, supermarkets, snack bars, fuentes de soda. Surgen a imagen y semejanza de los mall americanos tiendas como Sears Roebuck y grandes almacenes por departamentos, y hasta se pone de moda un deporte: el bowling. El país y la capital pasan de aristócratas a plebeyos. Simultáneamente, la cultura criolla se torna agresiva y aparece un término para denominarla con propiedad: «Lima se achora» [6].

En esa Lima de contrastes y transfiguraciones, Lorenzo Palacios ya está convertido en un maestro en el taller de zapatería donde se hace de un amigo entrañable, Mauro Puente. Con él asisten a cuanta fiesta hay en el barrio y acompañan a sus ídolos –en aquel tiempo ya estaba de moda el grupo Los Destellos del guitarrista Enrique Delgado-- hasta las fiestas más lejanas de Comas y San Martín de Porres. Son, pues, Los Destellos los precursores de la cumbia peruana, híbrido musical que al fusionarse con los aires andinos cuaja perfectamente a tal punto de quitarle popularidad al huayno y al huaylash que, como géneros masivos, integraba a la mayor cantidad de provincianos serranos de la capital. Mauro Puente tenía una hermana, Dora, y ella también los acompañaba con sus amigas a aquellos bailes donde la gente bebía hasta perder el conocimiento. Lorenzo Palacios, una noche de esas, no pudo más contra los arrebatos de su corazón y tuvo que confesarlo. Estaba enamorado de Dora, y de la declaración de amor, su matrimonio civil y el nacimiento de su primer hijo, el mismo «Chacalón» cuenta que él mismo no sabe qué tiempo pasó y apenas le pareció un instante.
Chacalón y su conjunto "La Nueva Crema"

Era el tiempo de la insurgencia de otros grupos como «Los Diablos Rojos» de Marino Valencia, «Manzanita y su conjunto», «Pedro Miguel y sus Maracaibos». Desde la selva llegaba «Juaneco y su Combo» y «Los Mirlos», dos conjuntos que llegaban con las mismas ganas de conquistar la capital. Luego aparecerían «Los Ecos» de Edilberto Cuestas y el Grupo Celeste de Víctor Casahuamán. Es con el «Grupo Celeste» que Lorenzo Palacios debutaría en una fiesta tropical en el local «Mi Huaros Querido» de San Luis. En este conjunto cantaba «Chacal», el hermano de Lorenzo, pero esa noche no llegó. Así, cuentan que el director, Víctor Casahuamán, observó que ahí se encontraba Lorenzo tomándose unas cervezas con sus amigos, lo llamó a un apartado y le propuso que cantara en lugar de su hermano. Lorenzo cantó y no desentonó pero aún no tenía nombre artístico. Terminado el espectáculo le dijo al director, casi en secreto: «Si mi hermano es Chacal, entonces yo seré Chacalón».

La chicha como producto cultural

Muchos investigadores del fenómeno «chichero» afirman que con «Chacalón» se inicia la verdadera «chicha», la ortodoxa y genuina. Es decir, como afirma Wilfredo Hurtado Suárez [7], que la «Chicha» es el primer producto cultural que genera la migración y que perfilan los avatares de la asimilación de los provincianos a los desafíos de la gran ciudad. «Chacalón» así, es el paradigma. Sin duda, los éxitos de sus temas [los de corte romántico, los del recuerdo al terruño, los del despechado y los del «achorado»] se expandieron en el ámbito nacional homogenizando amplios sectores urbanos y rurales. «Chacalón», no obstante, coexiste al mismo tiempo y es popular sin desplazar radicalmente las múltiples expresiones andinas más antiguas y las nuevas representaciones del folclore tanto así que hoy, casi una década después de su desaparición, en programas radiales, clubes provincianos, campos deportivos, restaurantes-recreos y carpas, cantantes como Max Castro o Dina Páucar siguen teniendo su público como la chicha –con nuevos grupos y cantantes— también tienen el suyo.

El huayno se hace electrónico
Un ídolo, un santo una leyenda. La serie.

Es verdad, con «Chacalón» comenzó a perfilarse un nuevo estilo de cantar y tocar la cumbia peruana. Por eso, aquellos músicos criollos del género tropical sintieron que, en el fondo, Lorenzo Palacios estaba cantando un nuevo tipo de huayno, con el agregado de la percusión caribeña pero con un gemir casi genético que se le escapaba del alma. De ahí que lo llamaran peyorativamente «cantante chichero». No obstante, fue «Chacalón» quien le puso a la chicha el aliento de barrio serrano, del cerro cholo y también le dio un himno a todos los migrantes de la urbe: en el tema «Soy provinciano», que pertenece a Juan Rebaza, y que por esos enigmas y argucias que tienen los músicos aparece como autor el mismo «Chacalón», este dice: «Soy muchacho provinciano,/ me levanto muy temprano,/ para ir con mis hermanos,/ a trabajar.../ No tengo padre ni madre,/ ni perro que a mí me ladre,/ sólo tengo la esperanza,/ de progresar...». Era un himno reivindicativo y un lamento de un destino inmisericorde. De esta manera y no de otra, su cantó prendió en el corazón de su pueblo y de ahí que los promotores y locutores acuñaran esa famosa frase que se entonaba a los gritos en cuanto ‘chichódromo’ se presentaba Lorenzo Palacios: «Cuando canta Chacalón, bajan los cerros». Y cuánta verdad había en aquella sentencia.

En los años ochenta, el Perú retorna a la democracia luego de 12 años de dictadura militar. Surgen nuevos íconos y aparecen otras tendencias. El clima de libertad se siente también en las zonas marginales, que con la llegada de Alfonso Barrantes a la alcaldía metropolitana de Lima, sectores siempre marginados se ven representados en sus más amplias aspiraciones. En la sierra, al contrario, el clima violento impuesto por Sendero Luminoso genera un desplazamiento masivo a las urbes. Es a partir de esa época que «Chacalón» consolida su estilo. Sus temas «Por ella la botella», «Viento», «Sufrir, llorar para qué» y la ya famosa «Soy provinciano» le otorgan una popularidad inusitada. Hacía buen tiempo se había separado del Grupo Celeste y formó otros conjuntos como El Súper Grupo hasta encontrar los acompañantes adecuados –‘su mancha’ como él decía-- para integrar «La Nueva Crema», el grupo que lo encumbró como a nadie.
Chacalón con su socio J.L. Carvallo

Entonces se muda del cerro de San Cosme e inaugura su casa en el complejo residencial Los Incas en el barrio de Santo Cristo. El grupo graba para el sello Horóscopo de Juan Campos y después el mismo «Chacalón» crea su sello porque le advirtieron que los empresarios chicheros lo estaban estafando. Hoy, su viuda Dora Puente reconoce que el cantante jamás ganó una fortuna, como aseguraban algunos. Por el contrario, afirma que los que hicieron dinero con él fueron los empresarios que lo manejaron. El propietario de la promotora El Pacífico, Juan Ortiz Ñauri, el ya mencionado Juan Campos del sello Horóscopo y los dueños de la Promotora Markahuasi. De Víctor Casahuamán, el director del «Grupo Celeste» la señora dice que este lo explotaba y que lo hacía cantar a diario con una paga miserable. Dora Puente asegura que al momento de morir «Chacalón» sólo dejó deudas, por lo que tuvieron que vender las combis, el auto de uso personal y la casa de Los Incas. Hoy, la viuda de «Chacalón» habita en una modesta vivienda en San Juan de Lurigancho, casa que le compraron sus tres hijas que siguen viviendo en los EE.UU.

La fortuna que jamás existió

Paco Pajuelo, su amigo y guardaespaldas, recuerda que a partir de 1984 había actuaciones todos los días. Luego comenzaron las giras y llegó la fama. No obstante, niega que «Chacalón» organizara sus propias fiestas y él mismo invirtiera en cerveza. Al contrario, él sólo ganaba por cantar y ese dinero servía para mantener a su organización artística de 12 personas. Cierto que vivía en los fastos de la popularidad pero que aquello lo obligaba a donar, obsequiar y reconfortar a los menesterosos que lo seguían. Por algo no era amigo del animador Augusto Ferrando quien lo invitaba a su programa de Panamericana Televisión, y su mundo, aunque se fue agrandando hasta convertirse en una mega estrella de la canción popular, en el fondo no era un ser feliz –secuelas traumáticas de su infancia hubiera afirmado un sicólogo— a pesar de que lo reclamaban en Bolivia y también en Ecuador y hasta tuvo oportunidad de actuar para la colonia peruana residente en Nueva York.
La vida musical y su pasión, la cumbia peruana

Lorenzo Palacios, sin embargo, era un tipo calmo y de vida familiar. Ya tenía siete vástagos e hizo todo lo posible para que sus hijas residan en los EE.UU. Ahora, algunos podían decir que tenía dinero y que la prosperidad le sonreía. Que fue cierto que invirtió en autos y las combis para que trabajen en el servicio urbano. Pero marcado por ese estigma del pobre, el dinero se le iba como agua entre los dedos. Por eso para muchos resulte extraño que un día se le ocurrió ingresar a estudiar cosmetología junto a su esposa –«Sabes, era para no perder el tiempo porque yo sólo trabajaba por las noches», me contó-- y al tiempo era ya un señor peluquero. Poseía también un diploma de sastre y él mismo mandaba a diseñar sus trajes. Todos eran brillantes, con lentejuelas, de colores chillones. «Así se viste mi pueblo» decía y seguía acumulando trabajo y amigos, los de verdad y esos que se chupaban su plata. El ambiente que frecuentaba, paradójicamente, él mismo lo había construido y entonces no podía escapar del alcohol y de las vedettes y los hampones que se aprovechaban de su fama.

Ahí comenzaron los problemas familiares porque la prensa amarilla hablaba que a «Chacalón» lo habían visto en restaurantes y hostales con una y con otra. Además, como reconocería después la esposa, muchos de sus amigos sólo estaban cerca de él porque el hombre tenía dinero y hasta le hacían firmar documentos cuando «Chacalón» estaba ebrio. Guillermo de la Riva, su amigo desde la niñez, recuerda que todos le decían que deje ciertas amistades y que no frecuente ciertos lugares de mala reputación. «Chacalón» no hacía caso. Nadie se explicaba por qué había cambiado tanto y ya no era ese hombre generoso que oía a sus verdaderos amigos y estaba atento a su vida familiar. Cierto, la factura que luego le pasó la fama fue cruel porque en ese tiempo aparecieron otros grupos más jóvenes con igual arraigo masivo. Los Shapis, Vico y su grupo «karicia», y el «Grupo Alegría» del gran Alín y otros más y que no sólo tocaban muy bien sino que habían introducido mejores arreglos e instrumentos electrónicos que nadie sospechaba su hubieran podido utilizar en este tipo de música. Entonces la competencia se hizo dura y había que dar la batalla.

Cervecita, licor amargo


Todos están de acuerdo que era en las fiestas de «Chacalón» donde la gente consumía más licor. Según el mismo De la Riva, un domingo en una fiesta se vendía mil docenas de botellas de cerveza. Los otros grupos no llegaban ni a la mitad. Pero otro aspecto era cierto: cada vez había que estar a la vanguardia porque los jóvenes habían comenzado a «rockear» o «salsear» los ritmos chicheros y habían ganado nuevos públicos. Entonces, la Lima de los provincianos vivía para la música y la insurgencia del sector informal se fusionó a este movimiento. Las playas de estacionamiento del Centro de Lima los fines de semana eran convertidas en salas de baile y otros locales dedicados sólo al negocio folclórico tuvieron que modernizarse, cambiar de equipos porque aquella música que había patentado «Chacalón» se había vuelto del gusto masivo, había invadido toda la capital y hasta el mundo académico, el intelectual y los políticos se preguntaban qué estaba pasando.
Chacalon Jr.
Don José Irei, el dueño de Radio Inca, recuerda que cierta vez le preguntó a «Chacalón» por qué en sus fiestas todos bailaban con los dedos en punta. «Chacalón» le confesó que era porque todos querían demostrar que portaban navajas o cuchillos. Y no le faltaba razón, esa fanaticada de avezados, drogados y ebrios y a punto de los diablos azules sacaban sus cuchillos frente al escenario y se cortaban los brazos en señal de compromiso con su ídolo. Una cosa de locos, decía Irei quien cuenta ahora que sus seguidores, aunque parezca mentira, han aumentado. «En el tanque que está sobre el cerro San Cosme la gente llega en peregrinación, rezan frente a varias imágenes –fotos y dibujos-- del cantante y hasta le piden milagros».

«Chacalón» contaba que la gente pobre pero honrada tiene en este país dos únicas misiones: «La chamba y el vacilón. No hay más. Si no chapamos para nosotros la mitad de cada una estamos fregados. Hay que saber, hay que encontrar el secreto para chambear contentos. Uno no puede sacrificar la chamba o la pendejada. Tenemos que agarrar la mitad de cada uno. Porque uno puede tomarse su trago, puede jaranearse, puede tener un montón de mujeres, aunque yo siempre digo: hay que tener tres canales como máximo, pero tienes que sacarte la mugre trabajando para darte esos lujos. Si no, agarramos, formamos nuestra banda y nos ponemos a asaltar bancos».
Esa era su filosofía. Por eso, desde el estrado, él metía un carajo cuando comenzaban las broncas y más parecía un sacerdote. Por eso para muchos era «Papá Chacalón». Y así lo llamaban porque siempre estaba demostrando que se trataba de un ser sencillo y humilde. «Trabajo con mi gente en lugares pitucos o en mercados de unos asentamientos humanos. No me hago problemas. Yo pude quedarme en los Estados Unidos. Pero estoy aquí, con mis cholos. Yo soy fanático del Alianza Lima y del Señor de los Milagros. Por eso soy feliz porque tengo un chupo de ahijados».
Era sabio, a su manera, que dos meses antes de morir presentó en un baile a su hijo José María como su sucesor. En ese entonces el chico apenas tenía 12 años y hasta hoy sigue cantando sin mayor fortuna como un fantasma que sólo hace extrañar al ídolo. Otro de sus hijos, Juan Carlos salió malo y hace unos años fue liquidado por la policía cuando robaba un auto. «Chacalón» fue sabio a su manera que el mismo preparó su entierro como si fuera una fiesta. Querido como ninguno, esa tarde del 26 de junio de 1994, dos días después de su muerte, la multitud, su gente, lo dejó arrebatada para siempre en su última morada. Lloraban y se cortaban y borrachos tropezaban como una danza demoníaca que hasta hoy no acaba.



Notas:
[1] Matos Mar, José. Desborde popular y crisis del Estado: el nuevo rostro del Perú en la década de 1980. Perú Problemas. IEP. Lima 1984.

[2] Sobrenombre que se le da a los niños que viven por su cuenta y tienen que alimentarse con lo que roban. Hoy se les suele llamar «pirañas».

[3] Revista «Festival», número 6, publicada por IDESI. Lima, julio de 1989.

[4] La institución «Coliseo» --suerte de carpa de circo— fue el primer escenario artístico para los artistas provincianos. Famoso fue el coliseo Manco Cápac en los años 40 y el coliseo Nacional en los 50.

[5] Carlos Iván Degregori, «Huayno, chicha: el nuevo rostro de la música peruana». IEP. Lima, 1997.

[6] «El achoramiento» deviene del término «choro» [ladrón] y que a su vez se deriva del lunfardo argentino «chorro» de igual implicancia.

[7] Wilfredo Hurtado Suárez. «La música y los jóvenes de hoy: los hijos de la chicha» En «Lima, aspiraciones, reconocimiento y ciudadanía en los noventas. Carmen Rosa Balbi, editora. Fondo Editorial PUCP. Lima 1997.



jueves, agosto 17, 2006

MAHFUZ: LA ESCRITURA COMO TEJIDO URBANO



EL CRONISTA DE EL CAIRO


Naguib Mahfuz todavía tiene 94 años y hasta el momento que escribo estas líneas sigue venciendo al llamado de la muerte. ¿Quién es? Es el único escritor en lengua árabe premiado con el Nóbel de Literatura. Mahfuz, que recibió ese galardón en 1988, y que es considerado por la crítica el mayor cronista del actual Egipto, está en estado crítico de salud, según un reporte médico de hoy jueves 17 de agosto en un hospital allá en El Cairo. Ojalá que no se nos muera. Es un maestro de la escritura urbana.

Por Eloy Jáuregui

Siempre me pregunté por qué admiramos a los escritores y no a los científicos. Siempre me pregunté por qué un ser cruza etapas, rompe moldes e inserta su firma en el imaginario de las gentes con la misma calidad y brillo durante toda su vida. Siempre me pregunté por qué uno no es el magma de sus ideas sino cómo construye una vida contradiciéndose permanentemente y añadiendo esplendor con gramas a su forma de entender el mundo. Siempre me pregunté cómo cierto periodistas y/o escritores son cálidos y fraternos y otros unas estructuras gélidas que suman éxitos y son perfectos y por ello descartables. Siempre creí que Naguib Mahfuz era diferente. Un observador de “vidas”, un contador público en las cuentas y balances de las grandezas y miserias de nosotros los imperfectos; aquí en Lima o en El Cairo o en el México de Juan Villoro que hoy visita mi ciudad.

No recuerdo si fue el poeta Tulio Mora –quien regresó apurado y en bus de París una noche mientras nos emborrachábamos en el “América”—o fue el zambo Enrique Verástegui, también aterrizado de una beca y en el “Woni”, quien me habló de Mahfuz antes de conocerlo por escrito y más por descrito. Sabía que existía brillantes cronistas contemporáneos [y hasta poetas] en el universo árabe. Y que estaban prohibidos por el gusto editorial catalán [Seix Barral] o argentino [Losada] para ser mordidos por el diente cristiano careado nuestro. En todo caso, adivinaba a Mahfuz. Él con turbante y mirada turbia, en un café frente al Nilo y fumando un Camel mientras observaba atentísimo la vida rodar. Él, consternado por los asombros del lado de las grandes pirámides, inventor del tropo periodístico corrupto por la literatura, “la pirámide pervertida” –el giro es mío.
En la avenida Emancipación tuve el gusto de conocerlo de ojos. Era en Lima y su alfombra a tejido belaundista. Él yacía en la vereda sobre un tapiz de huele. En realidad su foto era la que se escondía en la pestaña del libro: “El callejón de los milagros”. El libro era usado más que leído. El vendedor era don Godo, un viejo librero de viejo de la Lima Cuadrada. Ambulante de buen talante como todos los libreros. Conocía la Lima histórica, esa era parte de su histeria. Sabía de sus esquinas, personajes y fantasmas. Sabía de Mahfuz, de su genio mucho antes que lo premiaran con el Nóbel. Sabía que me iba a gustar su estilo. Sabía de mi estilo. Esa era el suyo.

Mahfuz había publicado su libro en El Cairo –buen nombre para un restaurante de menús en el Jirón Camaná a donde jamás regresaré-- en 1947. “El callejón de los milagros”, se convertiría en una de sus más famosos textos. Escritura urbana, sintaxis callejera, semántica de los sentidos atropellados sobre el asfalto. La novela es un texto coral que se desarrolla en el mismo centro urbano de El Cairo. Esta sería la norma en las obras de Mahfuz en esta fase. La urdimbre caótica del urbanismo literario. Luego situará algunas de sus novelas fuera de El Cairo, por ejemplo en Alejandría, casi como un faro.
Salma Hayek, en una escena de "Callejón..."

Fue el maestro mexicano Vicente Leñero –él de la novela “Los albañiles” y de las crónicas “Talacha Periodística”-- quien para aggiornarse, trasvasarse y remangarse la tripa, cruzó de la ciudad de El Cairo en los años 40 al Centro Histórico del México D.F. actual, y convirtió a esa capital egipcia de Mahfuz en un guión cinematográfico para hacer una película mexicana, que carajo, no es poca cosa. El asunto salió redondo con el ojo del director Jorge Fons. Y se construyó en una de las pocas estructuras sólidas de cine de la calle y de barrio y a la vez originales que ha dado el cine del continente en los últimos tiempos.

La trama de “El callejón de los milagros” es una suma de historias animadas por protagonistas múltiples. Y narradas por entregas: la primera está centrada en Rutilio, el jefe de familia, cincuentón al que le pica imprevistamente el bichito de la homosexualidad. La segunda tiene como epicentro a Alma [una Salma Hayek, babeante de lascivia y ya no el cuerito que saltó a la fama con La balada del pistolero], amante conflictuada de Abel, un peluquero que le ruega que lo espere mientras junta plata en Estados Unidos.

La tercera se asienta en una vieja propietaria de departamentos, la solterona Susanita. Las tres historias están unidas por hilos geográficos [transcurren alrededor del mismo barrio] y dramáticos: a Rutilio le corta el pelo Abel, que es amigo de su hijo y alquila uno de los departamentos de Susanita; Alma vive en otro, Abel se ha fajado a muchos[as] y así, como un tejido con pelo de camello. Hay muchos más nexos y personajes. Lo que importa, en todo caso, es que a todos los cobija el mismo ambiente misio y proletario y una cultura que, aun en su diversidad –los jóvenes hacen oír sus “carnal”, “pinche”, “chingada” “chido” y otros metasememas propios de las megalópolis apocalíptica [Monsivaís dixit].
Todas las constantes lingüísticas de un argot-jerga-replana que va mermando con la edad y los marca irreversiblemente. Fons recurre en este punto a un inusual abanico de matices: Rutilio, el flamante gay, no deja de pegarle como bruto macho a su mujer, pero llora como una sacrificada obrerita a la manera de Pinglo cuando se le va su hijo, junto a Abel precisamente, para el Norte Grande. Cierta gente fuma marihuana y otros se inyectan sin que eso implique artificiosas lápidas –ni consagraciones– para sus respectivos destinos. Apenas si se esboza que el dinero, o las redes del dinero, son las que tuercen, esclavizan y deforman hasta las intenciones del más tierno.
El viejo Naguib Mahfuz

El director Jorge Fons es un virtuoso. -Tiene raza y trayectoria. El Callejón ganó el Premio Goya a la mejor Película Extranjera de Habla Hispana en 1996. Otros filmes a destacar son: Chicos de Gebelawi (1959), El ladrón y los perros (1961), Miramar (1967), La Azucarera (1990) y Palacio del deseo (1990). Lo dicen ellos, los cínicos, esos que saben de cine. No sólo por el manejo de los tiempos, que vuelven a fojas cero con el final de cada historia [todas comienzan el mismo domingo, con lo que los "protagonistas" de cada una reaparecen como "secundarios" en las demás], sino por la formidable dirección de actores y por un criterio minucioso que descartó la profusión de cortes, otro rasgo televisivo, en favor de aquellos planos largos en tiempo, cortos en espacio, que tanto ayudan a los buenos intérpretes a traducir las emociones.

De la mano de estas cámaras, Salma Hayek comiendo un clásico burrito en plena calle al mediodía se convierte en un inesperado espectáculo de sensualidad. A diferencia del realismo mágico, que busca seducir con vistas propias de postal turística, “El callejón...” surca el paisaje de los rostros. No es un film "más grande que la vida", ese viejo malentendido, pero es tan vivo como la vida misma. Por eso se deja ver en un sentido profundo: cuando pasan cosas se las palpita y cuando no, casi se desea que no sucedan, que ese delicioso costumbrismo se limite a transcurrir.

Se ha dicho que es una película larga perfecta [dura 2 horas 20]. No es cierto: en ese lapso cuenta más que meses enteros de culebrones. Y lo cuenta mejor: es algo así como el tiempo útil, condensado y refinado de todas las telenovelas juntas. Si algo faltaba, retrata sin prejuicios ni piedades al machismo cavernario, a la crueldad impune, a las mil caras del proxenetismo que conviven junto a los más puros sentimientos en la aldea mexicana actual de solares y quinto patios. Eso hace de “El callejón de los milagros” algo más que una gran película latinoamericana. La hace universal.

Y dicen que se muere
El Cairo nocturno de Mahfuz

Pero regreso a Mahfuz. Y dicen que se muere. Ahí en El Cairo. Ahí donde padece una grave inflamación pulmonar y problemas de riñón y de presión. Nacido el 11 de diciembre de 1911, Naguib Mahfuz, casado y padre de dos hijas, fue el menor de los siete hijos de un funcionario de bajo rango y adquirió un profundo conocimiento de la literatura medieval y arábiga mientras estudiaba el bachillerato.Una vez en la Universidad Rey Faruk I (hoy Universidad de El Cairo), donde estudió Filosofía, comenzó a escribir artículos para revistas especializadas, como 'Al Mayal', 'Al Yadid' y 'Ar Risala'. Con el fin de perfeccionar su inglés, en 1932 tradujo al árabe la obra de James Baikie 'El antiguo Egipto'.
Terminados sus estudios, empezó a escribir ficción y publicó bastantes relatos en los años siguientes. En 1938 publicó su colección 'Susurro de locura'.Entre 1939 y 1954, mientras trabajaba en el Ministerio de Asuntos Religiosos, publicó tres volúmenes de una proyectada serie de 40 novelas históricas ambientadas en el periodo faraónico. Con posterioridad abandonó este proyecto y se dedicó a escribir sobre temas sociales, al tiempo que elaboró varios guiones para el cine. A esta etapa pertenece, por ejemplo, 'Principio y fin', que contó con la participación de un joven Omar Sharif.Está considerado uno de los escritores árabes contemporáneos más innovadores y el tema central de sus novelas ha sido el hombre y su impotencia para luchar contra el destino y ciertas convenciones sociales. En el clima de cambio político que siguió al derrocamiento de la monarquía egipcia en 1952, su 'Trilogía de El Cairo' (1956-1957) obtuvo un gran éxito. La obra está inspirada en su propia biografía y narra la historia de una familia de clase humilde durante los años 1917 y 1944 en Egipto.
Su producción comprende unas cuarenta novelas y colecciones de cuentos, la mayoría traducida al inglés y francés. Entre sus obras cabe destacar 'Chicos de Gebelawi' (1959), 'El ladrón y los perros' (1961), 'Miramar' (1967), 'La Azucarera' (1990) y 'Palacio del deseo' (1990). A lo largo de su carrera ha experimentado con la técnica narrativa y en especial, con el monólogo interior y la literatura del absurdo.Mahfuz es también un escritor comprometido. Por su apoyo incondicional al tratado de paz entre Egipto e Israel en 1979 fue incluido en las listas negras de varios países árabes. A finales de los ochenta, el líder islamista radical Omar Abdel Rahman, hoy en prisión por el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York en 1993, le condenó a muerte por su novela más famosa 'Los hijos de nuestro bario'.
Esta obra, que le valió el reconocimiento mundial, está paradójicamente prohibida en Egipto, desde la publicación en 1959 de varios fragmentos por entregas en un diario del país. Mahfuz ha sido además objeto de varios atentados. En 1994 fue apuñalado en el cuello por un integrista y dos años más tarde fue calificado de 'hereje' y sentenciado a muerte por grupo de radicales islámicos. Desde entonces ha permanecido prácticamente recluido en su hogar, con salidas esporádicas y controladas por la policía.En 1988, obtuvo el Premio Nóbel de Literatura por 'haber elaborado un arte novelístico árabe con validez universal'. Además cuenta, entre otros, con el Premio de la Academia de la Lengua Árabe y el Premio Egipcio de Literatura. Candidato al Premio Príncipe de Asturias en 2000, da su nombre a un Premio de Traducción organizado por el Instituto Cervantes.
Hace tres años fue hospitalizado luego de sufrir una repentina crisis cardiaca. Su salud comenzó a deteriorarse en 1994, tras el atentado sufrido con un cuchillo que le causó graves daños en la visión y la audición, así como la parálisis del brazo derecho. Desde el pasado 18 de julio permanece en Cuidados Intensivos en el Hospital de la Policía de Al Aguza, de El Cairo, y su estado ha empeorado en las últimos horas. Esto es el fin. Vaya con Dios maestro que no merece mejor lugar aunque el cielo quede debajo de su ventana, allá en las sofocantes calles de ese El Cairo tan temido.

martes, agosto 15, 2006

EL CAIMÁN BARBUDO YA TIENE 80 AÑOS Y MÁS


FELIZ CUMPLEAÑOS,
Señor Dictador

EL DOMINGO 13 fue cumpleaños de Fidel Castro. 80 años vive “El Dictador” Fidel. Hace dos semanas cuando se supo que estaba enfermo, sus enemigos de Miami salieron a celebrar a la Calle 8. Algunos se dejaron llevar por el entusiasmo y anunciaron prematuramente la “muerte” del líder cubano. Los viejos exiliados y sus descendientes, mantenidos con vida artificial durante décadas mediante desembolsos especiales del Congreso de Estados Unidos y de la CIA, se manifestaron en una pantomima jocosa, como si ellos tuvieran alguna importancia para Cuba o para el mundo. Fidel está vivo. Qué pena amiguitos, se quemaron.

Hay periodistas que merecen celebrar la muerte. Otros “periodistas plumiferos” como Openheimer y Montaner, arrinconados en Miami, eternos ayayeros del desfile de los gusanos, quienes durante décadas han servido los intereses de Estados Unidos, no tienen ningún derecho. Ellos están hace mucho tiempo más muertos que Fidel. A Mario Vargas Llosa se le permite su rumia y conjeturas sobre esa muerte que tantas veces ha deseado. Vargas Llosa es un gran escritor, el puede escribir lo que le da la gana. Su hijo no. Ese es un sietemesino de bruja. La derecha cavernaria peruana –debo acaso mencionar a Aldo Mariátegui y a nuestra eterna encargada cultural Maki Miro Quesada—se han puesto rabiosos.
Soñaron que en Cuba la gente iba a salir a las calles a celebrar como ellos, pero el pueblo cubano --incluso la disidencia-- reaccionó de manera muy distinta. Los gusanos y marielitos se quedaron con los crespos hechos porque no tienen todavía un cadáver para hacer su trabajo depredador; el tiro salió por la culata, no les va a quedar otra opción que tragarse la derrota, la fiesta se les ha aguado. Al final de cuentas Fidel sigue y seguirá con Cuba y con América Latina, aunque su cuerpo ande viejo y gastado.
Entonces Sol Carrero y Raulito Tola no festejen ni hagan el ridículo en el colmo del neoayayerismo el reportaje de la periodista española Anuska Buenaluque en «Cuarto Poder»; que la tía hizo aquello que sólo hacen los medrosos. Agarrar una cámara escondida, disfrazarse de payasa y grabar la alegría imposible de un pueblo como el cubano que no festejaba la muerte ansiada de su dictador. Eso no es periodismo ni nada, señorita Buenaluque. Eso es espionaje y bien merecido de trago su miedo y yo sé por dónde.

Digo entonces que recuerdo una famosa entrevista a Gabriel García Márquez en la televisión francesa. Gabo recordaba también en ella que cuando vivía en París en épocas de dictadores latinoamericanos –Fulgencio Batista en Cuba, Marco Pérez Jiménez en Venezuela, Gustavo Rojas Pinilla en Colombia, Anastasio Somoza en Nicaragua, Odría en el Perú--, que frente a su buhardilla del Barrio Latino tenía su balcón el enorme poeta negro y cubano o al revés, don Nicolás Guillen, y que una tarde de Año Nuevo apareció gritando con ese acento que sólo tienen los cubano: «Cayó el hombre». Todos los latinos que vivían en los alrededores pensaron que se trataba de su dictador. Luego como vieron más que eufórico que descocado al poeta, cayeron en cuenta que Fidel Castro y la revolución de sus barbudos había derrocado a Batista. García Márquez se sonreía con esa anécdota así como yo sonrío con la pataleta reaccionaria de tanto chupamedias retrógado que en aras de la libertad exigen la muerte de Fidel y la vida eterna de Bush. Se fregaron ahí está Fidel, vivito y coleando.

Que tiene enemigos, los tiene. Pero El dictador merece grandeza para pedir su desaparición física, no menudencia ideológica. ¿Quién, Althaus, Rafael Rey, Lulú, la China Tudela? Bueno. Si viviera Guillermo Cabrera Infante hace rato se hubiese mandado un libelo a la manera de González Prada, con ironía y rabia, con genio y empaque. No esos ignaros clonados con el ADN de la ignorancia. No esos no tienen autoridad moral ni sexual. Qué hable el poeta Raúl Rivero, que vive exilado en Madrid, y que diga que ese exilio es un dolor, una molestia itinerante. Un sobresalto que puede llegar a la dulzura y tiene, a veces, nombres propios o es sólo una hoja de papel. Un día se presenta como un patio. Otro, como una arboleda borrosa o como una casa sin definición. El exilio no se puede tocar, pero va siempre con el exiliado. Es una plaza sitiada en la memoria.

Que de aquello sabía el gran poeta Gastón Baquero que era gran amigo del mejor escritor barroco del Caribe que fue don José Lezama Lima y que murió en Madrid, frente a unos ventanales desde los que podía ver las rosas de Villalba, pero hacía viajes secretos, urgentes a La Habana cuando abría y cerraba los ojos y se tocaba el alfiler de la corbata. Así como lo imaginaba Cabrera Infante que paseaba por un parque de Londres y Heberto Padilla acompañado por el fantasma de William Blake, a la hora final, en Alabama. Jesús Díaz a una cuadra de la calle de la Infanta Mercedes y Antonio Benítez Rojo en los inviernos.

Porque Rivero ha confirmado una verdad tan gigante como su pena. Que los dictadores saben que el exilio es una especie de muerte provisional. Matan de esa forma sutil, casi sin sangre, a quienes los denuncian y piden aperturas y derechos. A las personas que quieren elegir qué sirven en la mesa de su casa, dónde estudian sus hijos y qué libros leen para conocer otras vidas y otros mundos. Que hay en Cuba también 316 demócratas que cumplen condenas en las cárceles y cientos de hombres y mujeres que viven en el ya numeroso 'insilio'. Allá adentro, bajo el fuego diario, sin autorización del Gobierno para salir porque los han seleccionado como rehenes. Voy a poner cuatro nombres: Hilda Molina Morejón, Míriam Leyva, Óscar Espinosa Chepe y Jorge Olivera Castilla.

Por eso que suscribir estas palabras de Rivero: «Tengo, desde luego, también ese disgusto interior que describí. Esa pesadumbre del expulsado, el tormento de saber que la ambición de poder de un dictador y sus acólitos me obligó a salir de un país que ayudaron a fundar mis bisabuelos. Una nación donde trabajaron y murieron mis abuelos y mi padre. Está abierto a la esperanza el capítulo final de este destierro».

Hace poco Mario Benedetti ha dicho que decenas de veces estuvo en Cuba y en varios períodos: «la primera vez como invitado y luego varias más como exiliado. Desde su estallido, la Revolución Cubana fue una gran sacudida para nuestra América. En el Río de la Plata, los sectores culturales habían atendido primordialmente a Europa, pero la Revolución nos hizo mirar a América Latina. No sólo para interiorizarnos de los problemas del subcontinente sino también para aquilatar el poder y la presión de los Estados Unidos. En cuanto a la personalidad del propio Fidel, debo consignar que estuve varias veces con él y pude apreciar la sencillez de sus planteos, un inesperado y excelente nivel cultural, la franqueza de que hacía gala ante nuestras objeciones y su infranqueable voluntad de defender y mejorar el nivel de su pueblo».
En Cuba, señores y señoritas si las hay, no existen analfabetos como en el Perú. Uno pude ver a octogenarios que asistían a clases de enseñanza primaria, que la atención a la salud es gratuita y del mejor nivel. «De mi propio país viajan constantemente enfermos de cataratas y hasta de ceguera, que son atendidos gratuitamente y regresan totalmente recuperados), no deben olvidarse a la hora de juzgar su trayectoria», añade Mario.


Y el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal ha escrito para la BBC este texto que describe al verdadero Fidel: «Para quienes hemos conocido a Fidel Castro (y lo queremos y admiramos) es difícil hacer una breve semblanza de él. Porque contrario a lo que pueden pensar los que sólo lo conocen por los periódicos (muchas veces hostiles a él) no es un personaje simple de definir sino sumamente complejo. Ante todo hay que decir que es una personalidad genial. Pero no es solamente un genio, sino muchos genios. Se le conoció primero como un genio guerrillero. Después se ha revelado ser también un genio como estadista: uno de los más grandes estadistas de su tiempo, destacándose sobre todos ellos por haber gobernado tantos años con gran habilidad, o si se quiere con mucho éxito, enfrentándose al poder más grande del mundo en condiciones tan desiguales ».

En Internet alguien dijo que para pedir el fin de una era debemos tener un inmenso honor intelectual. No puede caerse así como así en la banalidad de decir que lo insoportable de Cuba es su falta de libertad. A los huevas que piensan sin más de ese modo les cabe la inmortal frase de Anatole France: «Todos los pobres tienen la libertad de morirse de hambre bajo los puentes de París». Lo insoportable de Cuba –Ay mamita y de Fidel-- es que ha demostrado que se puede otra cosa. Que se puede resistir, y en soledad, al imperio más formidable de la historia. Que hay una vida con dificultades inmensas pero en la que todos los habitantes tienen garantizado el alimento, el estudio, la medicina, la universidad. Y lo peor, lo más intolerable, es que esa subsistencia, objetivamente heroica, se convirtió en y continúa siendo un faro para los luchadores sociales de todo el mundo; y en particular para el ‘movimientismo’ y las utopías del patio de atrás, o sea nosotros.


Allí donde haya el escándalo de un desnutrido, de un analfabeto, de enfermedades de la miseria, de una diferencia de clases insultante, de escuelas y hospitales que se caen a pedazos, de cifras espantosas de mortalidad infantil, de viejos abandonados, de niños enloquecidos por la droga, allí se eleva contra las castas del privilegio el fantasma de Cuba. Y el riesgo es que siga elevándose, hasta que no quede nadie, ni un solo imbécil, que mientras lleva una vida de mierda cuestiona que en Cuba no hay democracia.


De que los cubanos puedan resistir depende que no desaparezca una de las experiencias de liberación más concretas y fascinantes de la historia americana. Si los yanquis vuelven a desembarcar allí, cada oprimido de este mundo habrá de quedarse sin el más real de sus faros. Eso es grave, por mucho que a poco de andar quedara demostrado lo terrible de la recolonización. Y por eso, esa cosa de Cuba es cosa nuestra. ¡ Vivo El Dictador, Viva la rabia!



lunes, agosto 14, 2006

ESTOY ENAMORADO DE MI PAÍS 1: DANIEL TITINGER


Dios, el peruano [y el diablo también]

Escribe ELOY JÁUREGUI

Lectura de la presentación del libro “Dios es peruano” [Editorial Planeta] de Daniel Titinger el lunes 24 de julio del 2006 en la Feria de Libro de Lima.

I.M. Jimena Pinilla Cisneros

Permítaseme aprovechar la oportunidad para rendir un homenaje con estas palabras a nuestra hermana Jimena Pinilla Cisneros quien falleciera el 30 de marzo de este año. Jimena pertenecía a ese maravillo colectivo de periodistas y/o escritores jóvenes que hoy están con nosotros y ella allá en el cielo seguro que escuchará el sonido del viento que por supuesto es la tormenta perfecta para el nuevo periodismo en este país. Vida eterna Jimena de mi alma porque hoy yo también he dejado de caminar para saludar el libro de Daniel Titinger.

El escritor Daniel Titinger

Al inicio del año 2001, nuestro ‘malogrado’ amigo Toño Angulo Daneri –‘malogrado’ por que se casó con la muchacha más bella que llegó desde Cataluña para rendirse toda ella a sus hermosos brazos y besos morenos--. Angulo, digo, me pidió una mañana en la Tiendecita Blanca de Miraflores junto a Silvia Miro Quesada participar en un ciclo de Talleres de Capacitación Periodística que el diario El Comercio había organizado para todos sus redactores. Junto a Lucho Freire nos encomendaron tratar el tema: El humor en el periodismo o al revés. Freire hizo una finta, amago un digesto tractorectal, tiró la toalla y me dejaron solo frente al negro bicho.

Durante quince días eran tres clases a tres diferentes grupos. Al principio no parábamos de reír. Los últimos días, en cambio, fueron tediosos y aburridos. Hay que ser muy serio con eso del humor. Yo no era Melcochita aunque los colegas del decano me imaginaban al menos un Miguelito Barraza serio y de luto.

Toño Angulo, ahora en Barcelona

El Comercio, debo confesarlo, es la institución, el pórtico del saber, el Partenón de la información, el ágora del pensamiento nacional. Vivos y muertos sólo existen realmente si aparecen en sus páginas; las de ‘Defunción’ y/o las de ‘Relax’. Los periodistas son serios, caminan nerviosos, tienen tics de toda laya, les suda las manos y otras partes. Son ceremoniosos a la manera del germánico Dr. Hugo Guerra, el Jefe de la página de Opinión de aquel entonces. De allí que mis juegos de palabras no producían sonrisa alguna, y mi esmerilada lengua viperina era mi veneno bizantino. Allí no se escribía en los baños aunque yo haya descubierto un huevo de haikus dejados por un poeta anónimo que no obstante firmaba como un tal JVCH.
Daniel Titinger también es peruano

Uno de los grupos, aquel que asistía a escuchar mis clases por las tardes en ese verano intenso, lo integraba precisamente el malogrado Toño Angulo junto a la pundonorosa Milagros Leiva, la editora de la página de La Contra, casi una heroína y, dos jóvenes esbeltos que ya no lo son más. Uno era el gran Marco Avilés y el otro Daniel Titinger, sacrificados chupatintas de la diabólica sección “Todo por 500 Nuevos Soles”. Un dueto de presa más que de prensa. Volantes de ida y vuelta como les dicen ahora. Los reyes de la parte Tema del Día, la más importante del importante diario. Eran pues una suerte de Batman y Robin, Abott y Costello, Sotil y Cubillas, el gordo y el flaco, Dr. Jekill y Mrs. Hyde. Los que los observaban desde lejos decían que escribían a tres manos. Nunca entendí aquel detalle. En fin, eran casi adolescentes, casi adultos y trabajaban 25 horas al día.

Sacrificado Marco Avilés

Sus miradas tenían la profundidad de los adictos a los psicotrópicos duros. Jadeaban mientras hablaban por teléfono, se constreñían cuando miraban las fotos, escribían en medio de vapores y flatulencias que les inventaba el apuro del cierre y el hedor del refrito. Y claro, pujaban en silencio al día siguiente al mirar que sus textos había sido parchados, reencauchados, tasajeados, inflados, amelcochados, jamás volteados que para eso está el refugiado Beto Ortiz. Mariza Zapata, su jefa, era una profesional del ala dura. No se venía con cuentos. La mejor nota era la nota reducida a un pantallazo. Al grano y déjense de mariconadas.

Peruano como la melancolía.


El periodismo suele ser el más vil de los ofidios. Una maldita boa que constriñe y lo deja a uno hecho puré. El Comercio tenía de eso y de aquello. Los editores existían más que administradores de envidias como ángeles con espíritu de venganza. Para los jóvenes periodistas aquello era un mecanismo siniestro, intrínsecamente perverso, que convertiría “al decano” en un instrumento totalitario, racista, homofóbico en el que el viejo periodista pasaba por encima del joven reportero haciendo con su ego puré de papa tomasa o machacado de membrillo sin membrillo. Ese era el precio de la fama, el periodista, un pobre diablo, todo un manojo de nervios, un babiecas, un gilazo.

Sin embargo, que hubiese sido de nosotros sin tamaño rigor. Que sería de aquello que se llama en los toros “desparramar la vista” y sin el ojo avieso de nuestros editores. Marco Avilés y Daniel Titinger saben a qué me refiero. ¿Qué otra cosa es el periodista? Acaso no es el escritor en la banca, calentando en medio tiempo, sudando el buzo hasta el minuto 90 y el entrenador que no lo pone. Acaso el periodista no es aquel que redacta contra el reloj y agoniza como las personas que describe y revive al día siguiente con su nota en portada y es poseído por ese “tempo” del gozo que genera el crédito minúsculo, el reconocimiento breve, la gloria a gotitas, la paz en retazos. Y tiene que seguir y escribir una nota mejor y al día siguiente igual, y otra vez y sucesivamente suicidarse por ese tropo que no redondea, por esa imagen huachafísima, por ese giro minusválido, por ese remate raquítico, por aquel titular como poto de vieja, arrugado y sin atractivo.

Jimena Pinilla en su último viaje a Grecia

La sala de redacción de las secciones locales y política en El Comercio luce con una luz blanquísima que uno nunca sabe si afuera es de día o de noche. Ahí, casi en un cuadrante esférico están las computadoras de los cronistas Jimena Pinilla, Milagros Leiva, David Hidalgo y Toño Angulo. Un poco más allá como quien mira la calle, ahí figuran las dos máquinas de los redactores Avilés y Titinger esperando el rigor de sus dueños. Entre los primeros y los últimos una fina línea los separa del rigor mortis de la nota informativa. Los cronistas miran para adentro, rumian las frases, mastican las metáforas, visten y desvisten a sus personajes. Los otros secan los flujos, pagan los incendios, son concisos y lacónicos.

Maestro y guía Julio Villanueva Chang

Al cronista se le perdona todo. Que toque el cielo. Que desprecie el infierno. Que junte el verso, que mastique los sábados, que llueva para sí mismo, que hipnotice al ciego, que ilumine al sol, que rebaje la luna, que se emborrache en tus jugos, que se muerda el codo, que pague a medio pagar, que tuerza las esquinas, que grite callado su mierda, que mente a la madre del vino, que rompa los huevos del nido, que se duerma en sus laureles, que se coja a la desprevenida, que se haga en los calzones, que se remangue y suspire, que incendie el océano, que se mee en la hostia, que trafique, multiplique, maximise, robotice, energice, …Que escriba en blanco la palabra cero y gane un premio.

Al periodista de policiales al contrario. Al de política menos, al de locales nunca. Que lo cuelguen, que lo capen, que lo escupan, que lo caguen, que lo desorganicen, que lo eroticen, que lo eructen, que lo inflen, que lo revienten, que lo madruguen, que lo censuren, que lo manipulen, que lo desnuden, que lo injurien, que se vaya en micro, que se vaya acostumbrando, que se vaya a la mientras, que se desahueve, que no se quede en la línea, que pise a fondo, que se pegue un tiro, mejor dos, que se vaya de zorras y rucas, que sea testigo, que lo castiguen, que lo suspendan, que no lo gratifiquen, que lo choleen, que lo bestialicen, que la vas a pagar, que mañana te doy, que le corten el cable, que le den de su medicina.

Daniel Titinger fue como muchos un suplemente que esperó tolerante el tiempo justo para imprimir un estilo en sus textos de gacetillas y cuartillas. Un escritor enmascarado, un descarado periodista que se mordió la lengua, que aguantó a pie juntillas –perdonen por los tópicos tan típicos míos--, que tradujo la frustración en sueño y que gracias a sus sentido del amor más que del humor se hizo responsable y se llevó la sintaxis a cuestas. Yo lo recuerdo de redactor. De su tolerancia y esmero. Era joven y aseado en sus maneras. Era periodista en su honor. Por eso las 4 o 5 comisiones que cumplía a diario le dieron esa manera tan especial de escribir. De describir. De descubrir.

Escritor y publicista Gustavo Rodríguez

¿Cuándo cambió Daniel Titinger? Nunca, es el mismo, es aquel muchacho –como diría Roger Santibáñez—que se sigue enamorando sólo con la mirada. Y ahora cruzó la línea. ¿Qué recién es cronista? No. Siempre fue escritor que es el revés del periodista. Por eso un día se cansó y mandó a la mierda El Comercio. Y yo lo vi enfurecido. Y le dije que no lo haga. Y uno es malo a su manera. Si esa mañana Daniel Titinger, mi amigo, no me cuenta que estaba podrido de vivir en el reino de [por otro lado, acotó, añadió, también aseguró, así mismo, de esta manera, del lead, de la pirámide invertida, de la pagina pervertida, de la volada, de la bajada del gorro, de la leyenda] Digo ¿Cuándo cambió Daniel Titinger? Nunca, siempre fue igual. Solo que esta noche de julio se abre la camisa, se persigna tres veces, se encomienda y nos dice en esta maravilla de libro que DIOS ES PERUANO.

Mayte Mujica, su compañera peruana

Y yo no sé si hoy es más feliz que cuando la miró a ella, a su Mayte, y le juró amor eterno. Porque Mayte sabe también lo que es trabajar en El Comercio y lo que es el maketeo, y el cierre y la foto precisa, y el diccionario de sinónimos y el de antónimos, y la llamada furtiva y te espero para irnos juntos y te quiero para siempre. Y te amaré toda la vida. Y que bueno que los dos trabajemos juntos. Y un día de eso se casaron. Un gran día del Señor se unieron. Y ese día trenzaron sus talentos. Y cuánto de Mayte habrá en este libro. Y cuánta de ternura hay en este señor que hoy presenta su primero hijo, peruano. Y eso que ya no trabaja en El Comercio, y ahora es profesor, y ahora es editor de la revista Etiqueta Negra.

Me he sentado a caminar, libro de Jimena Pinilla

Y claro, si ya le tocaba. A él que nació para contarnos que se siente ser extraño en un mundo de normales. Un peruano raro que se gana la vida escribiendo y amando a su familia y queriendo a sus amigos como reza en sus agradecimientos. Que eso también es bien peruano, como el cebiche, o el pisco, o la inca Kola o la Maju o Gamínedes, o el ascensor espacial que sólo se le puede ocurrir a un peruano que Daniel Titenger encontró porque Dios es peruano y le gusta la crónicas, las de Garcilaso, las de Guamán Poma de Ayala y hasta las que inauguró el maestro Jorge Salazar después de Cristo, y que siguió Julio Villanueva Chang con Mariposas y Murciélagos, y las de Jimenita Pinilla que se Recostó para caminar, y las mías que dicen que Usted es la Culpable, y las de Sergio Vilela que es el periodismo literario en su mejor forma, y la de Gustavo Rodríguez que es la narrativa de autor, y las que vendrán de David Hidalgo, y las que espero de Marco Avilés y que las que ansío de Milagros Leiva.

Y dicho esto señores y señoras. Hoy tengo una noticia. Queda confirmado que Dios es peruano y que según Daniel Titinger, el diablo también.

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*Dios es peruano /De Daniel Titinger /Editorial Planeta