lunes, setiembre 18, 2006

GRANDES COÑAZOS: ORIANA, TEXTOS VAGINALES



VIVIÓ, ESCRIBIÓ, AMO

Oriana Fallaci ha muerto. Su larga entrevista con el cáncer la doblegó en la última pregunta.

«Amarte, es decir, aceptarte, equivalía en verdad a ponerse en el lugar de Sancho Panza, que sigue a don Quijote y canta sus poéticas y alocadas mentiras: vivir el sueño imposible, combatir al enemigo invencible, soportar el dolor insoportable, corregir el error incorregible, alcanzar las estrellas inalcanzables (...). Porque las mismas cosas que me alejaban de ti, me daba cuenta ya, me conducían hacia ti. Como si la diversidad, e incluso la incompatibilidad de nuestras naturalezas fuese el cemento del que se servían los dioses para mantenernos juntos».
(Oriana Fallaci. «Un Hombre»).


Como Stendhal, la combativa periodista italiana podría decir de sí misma que ha muerto una gran dama, una escritora, una magnifica periodista, una luchadora unida al movimiento clandestino de resistencia desde muy joven, miembro del cuerpo de voluntarios para la libertad contra el nazismo, y una atea católica. Se dedicó muy pronto a las entrevistas a importantes personalidades de la política: Henry Kissinger, el general Giap, Golda Meir, Yasser Araf, Husein de Jordania, Indira Gandhi, Ali Bhutto, Pietro Nenni... Autora de numerosos libros: Carta a un bambino nunca nacido, Un hombre, Inshala, La rabia y el orgullo, Despierta Occidente, despierta, La fuerza de la razón, El Apocalipsis Un cáncer, al que llamaba El Otro, con el que convivió muchos años, le quitó la vida a los 77 años.
Ella solía decir que en su caso el lema mens sana in corpore sano hay que sustituirlo por el de mens sana in corpore infirmo, y se hacía las siguientes preguntas: ¿Puede el cerebro controlar, mantener a raya a un montón de células enloquecidas? ¿Puede la mente oponerse a la muerte, obstaculizarla, retrasarla? Yo pienso que sí; no en vano, sostengo que el alma es una fórmula química; pues, quizás esa fórmula contenga los anticuerpos que negándose a dejarse sojuzgar por la células enloquecidas me proporcionan, por ahora, una especie de inmunidad. Oriana decía: tengo la muerte encima, la medicina ha sentenciado: señora, usted no puede curarse, no se curará; con ese veredicto, y a pesar de los anticuerpos del cerebro, no me queda mucho tiempo de vida. Pero tengo muchas cosas que decir.«vivió, escribió, amó».
Y, en su caso concreto, la vida se desplegó en cada uno de estos verbos yuxtapuestos. Guerrillera del mejor periodismo del siglo XX, casi siempre frente al poder. Tuvo el privilegio de saberse cronista de episodios que, en el momento mismo en que estaban sucediendo, existía la certeza de que nacían destinados a que la Historia les diese acogida. Entrevistadora de muchos los principales protagonistas de la segunda mitad del siglo XX, escritora incisiva que a nadie dejaba indiferente.

¿Cómo no admirarla? ¿Cómo no haberse estremecido también leyendo sus libros más logrados, entre ellos, «Un hombre», del que se reproduce el párrafo que encabeza este artículo?¿Cómo no tener presentes sus dentelladas a las guerras más cruentas que tuvieron lugar durante la segunda mitad del siglo que se fue?


Reportera de todos nosotros, comprometida con causas que hicieron suyas las generaciones más díscolas del siglo XX. Mujer combativa y retadora. Pensando en ella, es imposible no sentirnos tentados a decir que fue acaso la mujer periodista de referencia durante décadas, que se conjuró contra los fantasmas y espectros que recorrieron el mundo en tiempos que fueron decisivos. Cuando acudía a los escenarios que eran noticia, la dimensión que los susodichos cobraban se incrementaba espectacularmente, porque la presencia de Oriana era también todo un acontecimiento.


Fue la palabra en tantos y tantos escenarios donde se emplazó el dolor. Fue el compromiso. Fue el clamor de los sueños de una juventud que anhelaba cambiar el mundo. Periodismo el suyo beligerante en pro de la paz y la justicia.

A partir de la década de los noventa se fue retirando de la primera línea de combate de la actualidad mundial. Y tras el macabro atentado del que acaban de cumplirse cinco años, su nombre regresó a los titulares de prensa. Se mostró combativa, dijo verdades como puños en contra del fundamentalismo islámico, que sólo desde posiciones bobaliconas puede ser defendido. Desde su trinchera alertó acerca de los peligros que acechan a las libertades de las que gozamos en el llamado primer mundo que habitamos. Ella, sobre los rescoldos que habían dejado los atentados del 11-M, y Glucksmann, algo más tarde con su libro «Dostoievski en Manhattan», fueron las voces díscolas en contra de un pseudoprogresismo mal entendido, que no quiere quitarse la venda ante un credo que niega los cimientos de lo que sostiene la libertad y la dignidad.

Oriana Fallaci, luchando por la vida y contra la enfermedad que terminó por matarla, suscitó la polémica en los ámbitos que hasta entonces habían sido tan suyos. Cuando escribió «La rabia y el orgullo», indignada no sólo por la matanza bestial del 11-S, sino también por la ingenuidad de la que hablamos antes por parte de quienes no son conscientes de las libertades que tienen, incurrió en errores de apreciación vidriosos, hablando de los árabes que residen en Europa, concretamente en Italia: «¿Qué trabajo hacen? ¿De qué forma suplen la necesidad de mano de obra que el ex proletario italiano ya no cubre? ¿Vagabundeando por la ciudad con el pretexto de las mercancías para vender? ¿Zanganeando y estropeando nuestros monumentos? ¿Rezando cinco veces al día?». A todas luces, excesivo. Claramente, injusto.


En cualquier caso, ni siquiera sus últimos patinazos, que le impidieron detenerse en la casuística que hay en la inmigración al mundo occidental, así como en la miseria que es el germen de fanatismos y de horrores, empañan una trayectoria como la suya, que vivió los acontecimientos con una pasión y una cercanía tales que admiran y estremecen a quien decida acercarse al devenir vital y profesional de esta periodista que «vivió, escribió, amó». Vivió, escribió, amó momentos tales que en su presencia pasaron del fluir de los hechos a ese entramado al que seguimos llamando Historia.
Seguro que Oriana Fallaci no quiere descansar. Su vida y obra son una lucha que no cesa, un combate por la vida. La escritura hecha coraje.

Lean, por favor, la novela referida. Alguien que relató así una historia de amor batalla y batallará siempre contra esa «ley severa», al modo quevediano, es decir, «más allá de la muerte». Oriana Fallaci es «la crónica del más acá». La reportera del siglo XX, de esa centuria a la que en su día le puso letra y música la ardiente lucidez de Discépolo.




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