miércoles, setiembre 13, 2006

CAZA PROPIA: PIZARRAS AL ATARDECER TEMPRANO


MAESTRO DE MI MISMO
Escribe Eloy Jáuregui

Fue a principios de septiembre del 2001 que comencé a dictar regularmente cursos de periodismo. Había desde ante participado en conferencias, charlas, disertaciones, pero fue un 7 de septiembre --hace 5 años-- cuando exactamente descubrí la cosa. No pude dormir la noche anterior. Me temblaba por primera vez el píloro. Un hipo recorría mi pierna izquierda. Sudaba como un degenerado. Era otra esfera, un camino minado más que abonado de esperanzas ignotas.
Cuando uno escribe, además de la tentación de funda un universo, se enfrenta siempre al maldito reto de estar permanentemente a punto de colocar el punto final. El grado cero de la escritura y uno es dueño de su texto tanto como de su sexo. Uno es dueño de las palabras tanto como un Dios.

Enseñar era distinto. No tenía término. No había moraleja ni colofón. Sabía que los alumnos pagaban para que yo les muestre el secreto de unir palabras y que este matrimonio o himeneo les cambie la vida. Era diferente, lo juro. Mi divorcio estaba fresco y me dolía el corazón. Entonces era sensible hasta cuando me mordía una mosca. Toda mi confianza se había ido al carajo desde que apagué el televisor y quedé colgado literalmente de la vela la noche de antes. Ahora lo confieso porque enseño en cuatro distintas universidades de Lima y el Perú y de tan diferentes, he aprendido una técnica que es casi un romance con la nada. El saberme amigo de mis alumnos simplemente.

Yo que antes decía que uno podía escoger a sus amigos y no a sus familiares. Ahora digo que son los amigos los que lo escogen a uno y se vuelven su familia. Hermanos menores, cómplices y secuaces del hurto de los afectos más intensos. ¿Y por qué yo y no ellos? Así me preguntaba. No era cierto que ir a dictar un curso de Redacción Periodística o de Fundamentos de la Información o Nuevas tecnologías de la Comunicación o mis Talleres de Crónicas y Entrevistas era un poco convencerlos a ellos que la profesión es un mar proceloso donde siempre uno naufraga.

Entonces qué decirles de lead o el látigo del primer párrafo. Qué de la sinalefa o la metáfora. Qué de la tropología y la retórica. Qué de la sindéresis y el discernimiento. Qué de la vida y las emociones fuertes. Qué de los cojones y la decencia. Qué de la vergüenza y la dignidad. Qué de la pasión y el compromiso. Qué de los valores y la consecuencia. Qué de las orgías de trabajo y el respeto perpetuo. Qué de la ciudadanía y el compromiso con la verdad. Qué de los artefactos mediáticos y la innovación. Qué del día a día febril y el silencio de la lucidez. Qué del país y su sinfonía callada en 4 versos desesperados.

Hace unos días, mientras escuchaba la brillante exposición del viejo maestro, Dr. José Agustín de la Puente Candamo, llamada «Relación del ciudadano con el Estado en la vida de la República» en el décimo aniversario de La Defensoría del Pueblo, recordaba a Hugo Neira cuando entre unos piscos acholados y junto al calor de su adorada Claire, me contaba con ese esmero académico que tiene Neira, la virtud de otro educador, el insuperable dómine peruano, don Raúl Porras Barrenechea. Era embajador, catedrático e institutor. Pero antes, era un ser vital. Aquel amaba su ciencia e ilustraba con fervor su tarea de pedagogo. En su casa, con los jóvenes discípulos hablaba de Heidegger como de Nietzsche. Pero a las once de la noche, encabezaba la cruzada a los pagos de Surquillo y en el bar El Triunfo, el maestro Porras se despachaba con la técnica de Valeriano López para dominar la hipérbole del balón en la medialuna y su cabezazo certero y matinal. O cómo Toto Terry había domeñado la forma física de la constante en velocidad y había hecho con su cuerpo lo que Vaslav Nijinski hacía con el suyo en el ballet «El espectro de la rosa». ¡Qué jijuna, por el amor de Dios!

En la Universidad de Lima y mientras escuchaba los herméticos secretos de la actuación del maestro Jaime Lértora, entendí después, el por qué él decía a los gritos que una clase era una puesta en escena. Era bien cierto que había que hipnotizar al auditorio, que había que desflorar a la pereza, que había que hacerle el amor a la ingeniosa virtud de la originalidad. Un guía académico no es más que un ser predestinado a la composición con palabras, gestos y símbolos. No hay mentor sin gracia ni consejero sin ciencia. Y el profesor es uno que sabe el orden de las cosas y nada más. Es sistémico e interpreta el repertorio de un saber. Construye y reconstruye el terciopelo de las rosas y el óxido de las historias.
Habla con ardor de los arrebatos de la tecnología e interpreta con pasión el ardid de la travesía por los recónditos caminos que llevan a la ilustración.
He tenido grandes maestros y los he admirado por su lucidez y perseverancia. Desde el profesor Perales y el maestro Gregorio «Goyo» Martínez en la Escuela Fiscal 401 de Surquillo hasta los doctos Carlos Garayar, Desiderio Blanco, Raúl Bueno y Antonio Cisneros en la Universidad Nacional Mayor de San marcos. Como no recordar a don Onorio Ferrero que me alimento de belleza cuanto tuvo de paciencia para presentarme a Tasso, a Petrarca y Ariosto y toda la poesía clásica italiana. Y sería injusto olvidarme de Ricardo Uceda y Edmundo Cruz en la Escuela de Periodismo Jaime Bausate y Meza. Ellos me contagiaron con el virus del buen periodismo y las pautas de la investigación.

Por eso damas –si las hay—y caballeros –si están ahí—, les digo que yo sólo soy ese alumno alunado que escuchaba la maestría de mis profesores, de todos los que se colocaron delante de mí y sin power point y me condujeron hasta esta estación donde me he detenido sólo porque los quiero. Su elogio son estas líneas que no habitan más que como pretexto para escribir de mí, de mi entusiasmo por lo que hago. De mi desencanto cuando recuerdo que me olvido de todos otros que se me esfuman como espuma que inerte lleva el caudoloso río [Flor de azalea, dixit], y mi emoción cuando ingreso a la clase. Como ahora que anochece frente a los cerros de La Molina y empiezo mi clase. Gracias [y sin punto]


5 comentarios:

Anónimo dijo...

qué bien se marketea doctor Guaracha!, merecido. Salud!!!

Unknown dijo...

Jáuregui, usted fue profesor siempre. Antes de entrar a las aulas, muchos lo leían y conocían de su talento. Tuve la dicha de llevar un curso de "Redacción Periodística" con usted, cerca de su casa, por San Felipe, en la JBM. Usted es uno de los culpables de que el periodismo en mí sea una pasión, más que una profesión. Gracias, MAESTRO.

juancarloslujan dijo...

Dr. Guaracha. No he sido su alumno pero por ahí fuimos compañeros en este oficio. Me impresionó ese texto. Todos nos identificamos con usted. Siga en la brega y no se canse de teclear frente a su poderosa PC en la "Cabina de la Choledad" porque hay gente que lo lee sin gastar un sol por sus textos. Saludos

ATHENEA dijo...

excelente como siempre.
una luz para seguir con este romantico suicido
reynaldo
deangelesydemonios@hotmail.com

Francisco Villar dijo...

Cómo pueden ver interesante un texto excesivo, lleno de adjetivos y palabras que distraen la atención del lector, que da mil vuieltas para expresar una idea simple. Cómo pueden celebrar la prosa de un profesor que quizás enseñe bien pero que escribiendo, en un desastre.

Yendo al punto técnico, no se han dado cuenta que para decir que tomó una decisión en la vida, tarda muchas líneas y desperdicia muchas palabras. Quién tenga sentido del arte se percatará de este detalle, pues algo que no es verdaderamente útil, no puede ser verdaderamente bello.

Y doña Nancibel, parece que sacó del saco de sus teareas escolares ese texto lleno de clichés, como enseñado por el mismo profesor a quien dedica tributos. Doña Nanci, debería revisar sus archivos culturales pues no tiene idea de la estética en el más puro sentido de la palabra.

Quizás por eso no hay talentos liteararios en el Perú, pues si todos toman de ejemplo a este desastre literario que es el profesor, no hay lugar a reclamos.

Francisco Villar
francisvilll@hotmail.com