Revel y Galbraith: dos fiambres diferentes
Ahora sí, con la muerte del francés Jean
Ahora sí, con la muerte del francés Jean
Françoise Revel --y hay que decirlo de una vez--ha muerto el «último liberal». Cierto, esto ya lo dijo antes el singular Raymond Aron. Padre e hijo, maestro y discipulo de Revel y que, de algún modo, el finado resultó su heredero intelectual, a pesar de las igualdades y diferencias que es lo mismo pero al revés.
Revel provenía de una gran tradición política: el liberalismo francés. Producto aquilatado en medio del arduo combate de las ideas, este liberalismo tuvo que curtirse frente a duros oponentes a lo largo de los siglos XIX y XX. De hecho, emplazado siempre en la compleja centralidad de la política de Francia después de la Revolución de 1789, los liberales tuvieron que armar su pensamiento con altas dosis de fiereza argumentativa. Presionando a derechas e izquierdas por la reacción, al socialismo utópico y el marxismo, construyeron un discurso de «la libertad» basado en la soberanía de la inteligencia y en la fortaleza de las formas. Así lo vieron Tocqueville y los doctrinarios, iniciando una corriente liberal que junto a la austriaca y anglosajona hicieron posible después de muchas fatigas la victoria que cosechó la libertad con el derribo del Muro de Berlín.
Revel nació en Marsella en 1924. Estudió en la elitista Escuela Normal, especializándose en Filosofía. Combatiente al lado de la Resistencia durante la ocupación nazi de Francia, Revel fue profesor de Filosofía en Argelia, México e Italia. Tras vivir una corta experiencia política como asesor ministerial abandonó definitivamente la docencia en los años 60 para dedicarse al periodismo.
Fue aquí donde logró sus mayores éxitos intelectuales. Articuló una forma de acción política liberal de gran contenido divulgativo basada en un lenguaje plástico y directo que buscó siempre el cuerpo a cuerpo con un enemigo nítidamente definido: el totalitarismo comunista.
A diferencia de Aron, que siempre buscó un análisis más conceptual, Revel consiguió que sus artículos en «L´Express» en los años 70 fuesen magistrales ensayos periodísticos, con un alto contenido político, esto es, hizo realidad la sugerencia estratégica de Aron cuando allá por los años 30 reclamaba un liberalismo que mediante la Prensa se convirtiese en arma de la razón escrita.
Fue un provocador de cojones y con energía en los años 70 y 80 --estuvo varias veces en Lima y le sacó la mugre al gobierno de Velasco--, cuando la inmensa mayoría de los pensadores franceses estaban instalados en aquello que los conservadores llamaban: «el opio de los intelectuales». La seducción que el comunismo de la mano de Sartre, Foucault y Althusser, entre otros, ejercieron sobre los resortes culturales de Francia y buena parte de Europa Occidental, estuvieron a punto de materializar el sueño gramsciano de derrotar al capitalismo mediante el dominio de sus iconos y referentes culturales.
Autores como Aron y Revel en Francia, Popper, Berlin y Hayek en el mundo anglosajón, el Occidente libre fue capaz de salir airoso del asedio que le planteaba el totalitarismo comunista en el debate de las ideas. En este contexto es donde debe ubicarse la obra escrita de Revel. Autor de más de una treintena de libros -entre los que merecen destacarse «Ni Marx ni Jesús», «El conocimiento inútil», Revel defendió siempre la verdad asociada al libre desarrollo de la libertad en todas las dimensiones de la persona tuvo en él a uno de sus principales valedores a lo largo de un siglo XX.
Que lástima que la señorita Lourdes Flores no lo haya leído y mucho menos los incultos, desorientados e ignaros señorones y señoronas de la derecha más incompetente e inocua del planeta. Cierto, aclarando que los «jóvenes turcos» si lo conocían, Ghersi, Ghibellini, F. Salazar y pare de contar. Por eso, los arribistas también lloran.
El caso Galbraith
Otro muerto ilustre el mismo día, el último sábado de abril, fue el economista John Kenneth Galbraith. Polémico hasta sus cachas, jamás imaginé escribir una necrológica de un reaccionario y mucho menos de un economista. Pero Galbraith tenía lo suyo y era lo que se dice un «esto» –como hablan en mi tierra--, aunque su colega Paul Samuelson, quizás exagerando, haya dicho que era el economista más famoso del siglo XX. Entiéndase «famoso» en el sentido de Deepak Chopra o Van Damme.
Los economistas suelen tratar mal a Galbraith. Sin embargo, para un profano de la economía se hace difícil entender que no se le haya concedido el premio Nobel. De él suele decirse que es un mero divulgador y un escritor de best sellers, no un investigador que haya aportado novedades teóricas importantes a la ciencia económica como para merecer el Nobel. Es posible. Pero durante más de cuarenta años sus publicaciones han sido enormemente influyentes en los estudiosos de las ciencias sociales y en la opinión pública en general. No deja de ser paradójica esta contradicción: un economista desdeñado por sus colegas y apreciado por los especialistas y aficionados en ciencias afines.
Varios pueden ser los motivos de esta paradoja. En primer lugar, Galbraith era un excelente escritor. Daba gusto leerle y se le entendía todo, algo muy apreciado por los profanos en economía. Prueben los que no sean economistas a leer un simple artículo de prensa firmado por Samuelson, que es premio Nobel e indiscutido buen economista. Yo he hecho este esfuerzo muchas veces con la esperanza de ser recompensado: siempre ha sido en vano, nunca he llegado a descifrar los argumentos de sus deslavazadas colaboraciones periodísticas.
En cambio, de Galbraith puede decirse aquello tan manido: enseñaba deleitando. No sólo su exposición era clara y pedagógica, sino también divertida: era cáustico e irónico, sabía poner el ejemplo que lo iluminaba todo, provocaba al lector y desmitificaba lo que otros no se atrevían a tratar. De ahí, quizás, su éxito popular, no sé si justificado por la profundidad de sus conocimientos.
Sin embargo, lo que no puede negarse, en todo caso, es su aguda inteligencia, su fina capacidad para percibir los problemas que cada momento histórico planteaba. Un ejemplo cortito. «La sociedad opulenta», su primera obra de repercusión mundial, publicada en 1958, fue una severa crítica a lo que en aquel momento se llamaba neocapitalismo y que tenía como consecuencia lo que también se llamó sociedad de consumo, en la que vivimos casi como los chanchos y, cada vez de forma más exagerada. Pues bien, aquel libro generó un debate que duró unos años, cosa que nunca hay que menospreciar en el avance de cualquier ciencia.
He leido por ahí que en el caso de Galbraith, es que se trata de un economista zorro más que un economista erizo, aplicando la útil distinción de Isaiah Berlin. El científico erizo es aquel que durante toda su vida intelectual da vueltas a un mismo tema hasta agotarlo, y el científico zorro es el que va picoteando en multitud de temas sin agotar ninguno pero tratándolos todos con un excelente nivel. Galbraith fue, probablemente, un economista zorro: divagador, polémico, desmitificador y un poco superficial. Su variada vida, contada en excelentes libros de memorias, le aportaba una experiencia que nunca podría extraer sólo de los libros, los informes y las estadísticas. Y ello también debe contar en su valoración como científico.
Galbraith –nacido en Canadá-- fue un liberal americano ligth, es decir, lo que en Europa llaman un socialdemócrata. Muy influido por Keynes, Schumpeter y admirador de Paul Baran, fue hasta el final un crítico del capitalismo realmente existente en Estados Unidos, sin salirse nunca del amplio marco de la economía liberal. Su último gran libro, «La cultura de la satisfacción», publicado en 1992, constituye una dura crítica al reaganismo económico.
Ya sé que nadie es perfecto, pero no pueden criticar tan ácidamente a Galbraith quienes ensalzan desmesuradamente a Raymond Aron o, peor aún, a Jean-François Revel. Ninguno de los dos fueron pensadores originales y aunque estuvieron del lado liberal, es una pena que en el Perú no se haya escrito una puta línea sobre ellos y que Aldo Mariátegui y sus lectores, Althaus y sus televidentes y todos los reaccionarios del boulevard de Asia los ignoren olímpicamente.
Revel y Galbraith fueron científicos serios, es decir, con gran sentido común y con mejor sentido del humor: lo primero lo aplicaron a la filosofía y economía; lo segundo, a sus escritos. Quizás no fueron genios en sus disciplinas, pero me cago en los derechistas –yo conservador de izquierda--, probablemente fueron los pensadores más leídos de la historia.
LEER MAS: En EL MÁS VIL DE LOS OFIDIOS, Eloy Jáuregui, julio 2006. Alfaguara.
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