jueves, marzo 09, 2006

El País de los Poetas Muertos





«Escribo con los ojos/ con el corazón, con la mano/
Pido consejo a mis orejas/
Y a mis labios/ cada verso que escribo/ es de carne y hueso./
Sólo mi pensamiento es de papel.»

Pequeña música de cámara. Jorge Eduardo Eielson.

ESCRIBE: Eloy Jáuregui [*]
Hace un par de años, ante la apatía de la costra intelectual peruana respecto a la vida de sus escritores y artistas, escribí esta crónica en recuerdo –y reclamando para nadie—un asomo de dignidad, respeto y cariño para ellos. Nombraba la miserable existencia del poeta Paco Bendezú, mi amigo y cómo la muerte le había largado su ramalazo definitivo de factura. Ese texto tenía un epígrafe de Jorge Eduardo Eielson de su Pequeña música de cámara, un ser especial que entendía la vida con un solo pretexto, existir inmisericorde para forjar la belleza. Ambos amaban Roma, ambos eran de la extraordinaria generación poética del cincuenta. Bendezú y Eielson ahora están en el cielo. Quién intentará arrancarme de mi corazón tanta tristeza.


Uno.
Esa mañana del invierno de 1985 en el asilo Canevaro, Rafael de la Fuente Benavides, el poeta conocido para la gloria ajena como Martín Adán, yacía triste solitario y final. Tres horas antes se había despedido de este mundo a los 77 años y sobre la camilla del mortuorio, lucía terno gris, camisa a rayas jironadas y corbata color papel Japón. De esta manera y no de otra lo encontró el escritor Maynor Freire. El recinto era el lugar más desolador de este planeta y el sordo murmullo de la eternidad contrastaba con los ojos aún brillantes del muerto solemnemente peruano. No obstante, un detalle contrastaba con esa elegancia infinita: al malogrado escritor de «Intensidad y altura» le habían robado los zapatos lustrados y los calcetines acocayados. Otros ancianos de utilería, así lo metieron al catafalco y así lo encerraron para siempre. Ya por la tarde llegó la televisión y con ella los funcionarios, los doctos y los culturosos. Martín Adán recién conoció la fama, él que siempre dio batalla, esa vez se marchó avergonzado, con el humillante rótulo que tienen los fríos famosos y los epónimos descalzos.
Otros poetas han corrido igual suerte y el panteón nacional de los que escriben poesía está repleto de muertos antalogados pero miserables. Malaya la suerte del poeta César Calvo, agobiado de vida, se murió de la enfermedad del alma. Ya cadáver envuelto en banderas en la Casona de San Marcos, seguro que sintió a la poeta Rosina Valcárcel que organizaba una colecta para la movilidad de los que llegaron a despedirlo. Igual despedida tuvo el poeta y novelista Eleodoro Vargas Vicuña, sin un cobre, fue asistido por los escritores Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez y Esperanza Ruiz para que los burócratas de Essalud liberen sus restos y que sus amigos lo lleven a enterrar a sus pagos de Acobamba en una combi, él que fue un bregador penitente y un vital enamorado, terminó entre las briznas de la desolación como un intonso anacoreta.
¿Y nuestro Cesáreo ‘Chacho’ Martínez? Nada, que descuidado de afectos tutelares en el Hospital María Auxiliadora de San Juan de Miraflores, a punto de ser polvo, estuvo días sin salida oficial por falta de liquidez y por culpa del rector fujimorista de La Cantuta, un tal Quito, quien un año antes lo puso en la calle porque dice que el hombre se la pasaba pensando en las musarañas y un día, el buen ‘Chacho’, encontró sus almanaque Bristol y sus recortes de Cavafis dentro de una caja de leche Gloria en el patio principal de la universidad. Ya reconocido por su temprana muerte, tuvo que intervenir Nicolás Linch, en ese tiempo, ministro de Educación para que ‘Chacho’ sienta por última vez el afecto de sus amigos en un rincón del cementerio de Huachipa.


Dos.
Hace unos días, el joven periodista Jerónimo Pimentel en la revista Caretas Nro. 1808/29 de enero del 2004, escribió una crónica sobre la situación del poeta Francisco ‘Paco’ Bendezú. El artículo 'Queda Poesía, queda Esperanza' denunciaba el abandono moral en el que se encontraba ‘Paco’. Cierto, el poeta estaba postrado en una cama inmunda viviendo en el agónico hedor del olvido. Escribía Pimentel: «Paco Bendezú está muriendo. A nadie le importa. Su voz trastabilla como la luz del único foco que lo ilumina en una casa desierta, cuya fachada descolorida es deleite de pandilleros y barras bravas. […] Tiene gota, tuvo también una trombosis, y aunque no lo dice, padece un cáncer generalizado. El médico de Neoplásicas le dijo que no valía la pena intervenir. "De algo se tiene que morir uno", fue su sentencia. […] Una gran mosca revolotea como si fuera atraída por la conversación, pero se dirige a un balde con agua colocado al lado de la cama. Gruesas frazadas lo abrigan como si estuviésemos en un invierno ruso, no en el agobiante verano de la Lima húmeda. Las gotas de sudor testimonian la incongruencia. Pero la voz no se apaga”. [y así sigue Pimentel].
De pronto, del fondo del pórtico intelectual bien acomodado de la junta de regios escribas nacionales, surgió un murmullo cómplice y fanático de las indolencias. Aquellos que todavía creen en la poesía exótica y delicada del onanismo Penthause, de la cultura ilustrada Ace Home Center y del colectivo Café Ole, y colocaron su chilla en el cielo. Que en la arcada de la sagrada poesía peruana no debían entrar enfermos de cáncer, ni moscas que no sean azules, ni olores que no se parezcan al baysol. En el diario Correo del lunes 9 de febrero, el laureado poeta nikkei, don José Watanabe, entrevistado por Manuel Eráusquin con ocasión de su enésima antología poética, decía bien enojado, que la crónica del joven Pimentel era lacrimógena porque «hay una esfera privada del poeta que no debe ser resaltada, más aun cuando la persona se encuentra en una situación lamentable».
Qué buena conciencia maestro. Es decir, nuestro amigo Francisco Bendezú, dos veces Premio Nacional de Poesía [1957 y 1966] y autor de una obra única y de dimensiones transculturales sin precedentes [agarra música, arquitectura, escultura y pintura] amen de doblar con el surrealismo y la poesía clásica española para ensabanarse en la erótica y la embriaguez metáforica, que así se escribe poesía, digo profesor, y no de otra manera. Y hoy resulta, que el hombre sobrevive enfermo y en una soledad espantosa y que necesita seguir sufriendo y cada vez más solo y que esa vaina es su esfera privada y que miércoles pues, que se esté muriendo, que para eso hay buena banca. No maestrito, qué cosa me está diciendo, que en el Perú, el mejor poeta es el poeta muerto. No pues, así no juega Perú.

Tres.
No conozco poetas en este valle de lágrimas que tengan RUC, AFP y CTS. No hay. En el Perú mataron por apestados a César Vallejo, Domingo Martínez Luján, Eufemio Lora y Lora, José María Eguren, Abraham Valdelomar, Gamaliel Churata, César Moro, Carlos Oquendo de Amat, Guillermo Mercado, Luis Nieto, José María Arguedas, Mario Florián, Sebastián Salazar Bondy, Gustavo Valcárcel, Washington Delgado, Juan Gonzalo Rose, Manuel Scorza, Javier Heraud, César Calvo, Luis Hernández, Juan Ojeda, Mario Luna, Juan Bullita, Cesáreo Martínez, Armando Rojas, María Emilia Cornejo, Ricardo Oré, Carlos Oliva y otros tantos. Y en menos de ochenta años, los peruanos perdimos a nuestra vanguardia de intelectuales más valiosa.
¡Ah los poetas! esos seres tan especiales que no hablan con Dios, ni conmueven a Satanas, ni enamoran a las nínfulas más bobas de la Av. Javier Prado y hasta el balneario de Asia. Me refiero a los que escriben con los huevos en una realidad que idiotiza, achicha, embelesa y embrutece. Y como los poetas dicen la verdad, palo y carretilla con ellos. Y como los poetas no compran en Wong ni usan tarjeta de crédito, harto descrédito con los pobres. Y como los poetas no se bañan en la playa Los Cocos ni conocen Totoritas, a cojudearlos con él «mañana te pago». Y cuando los poetas se enferman. Nada, que sufran por cojudos. Y porque los otras aplican la táctica de la araña –abren las piernas para trepar—pues para ellas el reino de los cielos.
Ya sé señorita, señora. La muerte indigna es una traición al principio de crueldad. El espíritu en su manuscrito fracasa como el imaginario tiempo-imagen. Esto lo sabía bien Jorge Luis Borges. De ahí sus muertes solemnes incluso a manos de un cuchillero como Rosendo Juárez que: «para morir no se precisa más que estar vivo». E ilimitado, abstracto, casi futuro, el muerto no es un muerto: es la muerte. Y como Paco Bendezú se murió de infinito y definitivo, dónde diablos están sus amigos. De los otros no hablo, que para eso tengo a los cuervos de González Prada: «Con los ojos de acero, no se hieren los ojos, se taladran los pechos». Y ya lo dijo Quincas Berrido da Agua –según Quinteria que estaba en su costado izquierdo--, “que cada cual cuide su entierro que imposibles no hay”. Salud y larga vida. Porque de lo bueno, ‘Paco’. Visítenlo a allá en su tumba, que los ministros están en otro cosa. ¿Y Romualdo?, ¿Y Sologuren? Nada, que ojala no los frieguen las moscas.

[*] Tomado del libro “El más vil de los ofidios” que se publicará en junio del 2006

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