miércoles, marzo 15, 2006

Sharon, video y canchita


«Tener vagina, actitud y pensar en este país es una combinación letal.
Lo digo porque jamás he fingido un orgasmo en cámara
y aunque antes era más dura y estaba dispuesta a
pelearme, ahora soy más femenina y más coqueta».


Sharon Stone. Revista Rolling Stone


Uno.
Está por llegar a la ciudad la segunda versión de otro film pero con la misma diva. No me interesa –y mucho menos que haya cumplido 48 años por aquello de la gallina vieja y el buen caldo--, yo me quedo con la primera. Porque gracias a una sola cinta, no a las dos ni a los más de setecientos videos de Montesinos que obran en manos de la justicia postfujimori, Sharon Stone se hizo eterna otra vez y para siempre y yo exigí ipso facto su deportación. Atracción Fatal, el video, llegó a mi departamento –a mi vida y qué demonios, hubiese dicho Bogard—gracias a la curiosidad de mi hijo, un amante púber del sétimo arte en tono neohueverista: canchita de microondas con harto olor a mantequilla Dorina, el teléfono timbrando enloquecido, el vecino escuchando Doblenueve como un coloso de los decibles; es decir, sin el simbolismo gótico de las salas de cine, las verdaderas salas de cine con cortinas y luces azules y naranjas, silencioso chocolateros, linternas de acomodadores, una vecina de minifalda y la ceremonia de las transfiguraciones.
Sharon no es única. Como la Bardot o la Monroe, sus nombre se inician con el mismo grama, es decir, mujeres binombres, como sus tetas y nalgas. Pero además, ella tiene ese algo diferente: vagina militante, cerebro diletante y feminismo galopante. Un macerado explosivo que recarga su sentido del glamour y de la hiperfeminidad, así como la utilización efectiva y consciente de su aura sexual. Aquello le vale las más envenenadas y/o sublimadoras etiquetas en estos pudibundos tiempos, las que la siguen proclamando como la máxima sirena, hechichera y tentadora de la pantalla. Una digna heredera del gancho sexual y procacidad verbal a lo Mae West que proclamó aquello de que cuando era buena, era muy buena. Pero que cuando era mala, era mucho mejor. Recuerdo además que Sharon dijo que si fuese otra preferiría ser su amiga que su enemiga.
Stone, que en español amén de piedra se dice de lo empinado, trae cola. Con esa facha de gélida reina de la belleza encubridora de un volcán o una gran pasión –alguién la comparó con Grace Kelly ardiente a punto de erupción-- y no se equivocó. Además, Stone posee un cuerpo para el pecado y una mente para los negocios, un coraje sensual inimitable, una voz tentadoramente grave y esa impagable sabiduría que sólo prestan la edad y la experiencia. A pesar de los años, nadie duda que ella ha sabido, de manera muy inteligente, erigir de forma perdurable –casi dos décadas ya de reinado- una versión muy de principio del milenio de la letal femme fatale del Hollywood clásico.


Dos.

Y una tarde volvió Sharon Stone y recordé que alguna vez dijo en perfecto español: «el sexo es perfecto cuando el cuerpo está supeditado al espíritu». Espiritual, yo, asumí su cuerpo virtual, poseedor del pecado de la carne humana hecha verbo y adverbio y parte de la rabadilla. En realidad la Stone fue según mis infalibles y poco maquilladas estadísticas, la última sex symbols que produjo la industria carnal del celuloide. Después llegaría Madonna, pero se despanzurró por el escaso manejo de sus feromonas leporinas y, JLO, pero perdió porque sólo con el culo uno no conquista el mundo a menos que tengo el cerebro caído.
Uno es un cruel polígamo con las estrellas. Los sex symbols de toda la vida no existen --ya lo dijo Vásquez Montalban--, y estos cuerpos están ligados a las estaciones del crecimiento, a los pelajes hirsutos y al desgaste del propio símbolo-émbolo. La primera de este tipo de damas, lo confieso, y sólo para mí solo fue la señorita Liz Taylor. Después, la madura Jessica Lange. Luego, La señora Demmi More, y finalmente, imperecedera Sharon Stone, aunque los de la última generación dirán que uno es un vejete y exigirán que debiera cambiar de sex symbol como ellos de calzoncillo. Jamás. Sharon, que nació junto a la carretera –Jack Kerouac le hubiera dedicado con gusto rijoso un capítulo de su road soul—de Meadville, Pennsylvania un 10 de marzo de 1958, es decir, hasta esta noche febril, ha cumplido los 48 añitos y está de rechupete por decir lo menos. Cuanto más madura, más sabia, cuando más experta más punzo provocadora. Repito, Stone es bella, rica, rubia y adorada, se ha erigido en una de las máximas deidades modernas sexuales para los de base cinco.
Y dominadora de aquel mejunje lúbrico sin forro, envenenó mis glóbulos negros desde aquella cruzada de piernas mientras la interrogaba Michael Duglas, el policía más feliz del planeta, y ante la sorpresa de Paul Verhoeven, el director de Atracción Fatal, que ya rodando la escena, recién cayó en cuenta que la Stone estaba sin calzón frente a su cámara y se quedó callado a ver cómo quedaba el asunto y la imagen es epopéyica en el momento que aparecen la sombras de sus vellos pubianos --los bigotes del goce, diría Zelada—y la otra noche, con mi bata de seda y canchita laig, poseso en el shock de la revisión de Sharon, descubrí que le cine es el arte de la civilización de la memoria. El cine sólo existe a partir del recuerdo-cama, como un espectador recreativo en aquel trance especial de la historia que elaboramos con la remota felicidad contra los olvidos.
Stone, como la escritora Catherine Tramell hace historias con su histeria. Poseída por una carga sexual inusitada es capaz de generar pandemia en los que vemos cine en primera fila y conozco a varios en mis pagos. El personaje de Sharon no sólo es creíble, sino coherente y consecuente. Esa seguridad en sí misma, esos juegos eróticos, esa arrogancia y aparente frialdad, la misma ambigüedad sexual, son parte de la fragilidad emocional de alguien que ha visto como moría toda la gente a la que había amado a lo largo de su vida (sus padres, el tutor, la amante, el amante rockero). Esa misma muerte que la ronda, la lleva a escribir sobre crímenes, a terminar sus libros de forma trágica y a rodearse de gente que vive con el peligro: ese policía “pistolero”, el ama de casa que acuchilló a su familia, o esa amante lésbica que mató a sus hermanitos.

Tres.
Sharon –digo yo—de pronto no existe como existe una norteamericana de dietas y gym, a quien le friega los aprietos de Bush. Digo, de pronto Sharon sólo existe por y para el cine, sin él sería una imagen. De repente sólo es producto del espectador tipo. Es decir, aquel que hace del acto cinematográfico un ritual. Néstor García Canclini advierte en su: Consumidores y Ciudadanos, conflictos multiculturales de la globalización [Grijalbo, 1995], que el espectador de cine es un invento del siglo XX y que existe sólo desde la construcción de las salas estables a partir de 1905. Dicho de otra manera, solamente desde esa fecha, aparece un nuevo ser humano con hábitos de percepción y asistencia, con una nueva distinción entre lo real y lo imaginario y otro sentido de lo verosimil, de la soledad y de la ritualidad colectiva.
En aquel tiempo, éramos pues sangre y carne de ese sujeto-objeto: el espectador. Un mirón, mezcla de voyour y sapo ilustrado por las luminarias del ecran. Un observador privado en funciones públicas aunque cerradas. Entonces, la cultura del clip era una pesadilla real. Hoy es un sueño hecho video y DVDs. Videos hechos de cine, no hechos en casa. Las salas de cine son cada vez más pequeñas y las pantallas de televisión más grande. Videos y DVDs que remplazan e virtualizan el acto, mas no lo imitan: carne del sueño imaginado, ahora (siempre jamás) domesticados, para ser consumidos después de los fideos de miércoles y entre Sakura card captors y Celebrity Profile, después de Sabina y Santana, antes de Santiago Roncagliolo y su premio Alfaguara.
Sí, dirá usted, pero el cine está hasta el cien. No es cierto. Ahí están las multisalas donde gracias a ellas podemos seguir viendo el cine en el cine. Naief Yehya dice que debemos recordar el eslogan que se hizo famoso justo cuando las videocaseteras, en aquel tiempo de formato beta, irrumpieron en el mercado y pusieron a temblar a medio mundo. Los pesimistas, que eran mayoría, sintieron que los días del cine en la pantalla grande estaban contados. Por eso se insistía en que «el cine se ve mejor en el cine», feliz juego de palabras que intentaba conjurar el riesgo de que el público siguiera abandonando masivamente las salas cinematográficas.
Pero el cine, con videos y DVD o sin ellos, siempre vivió entre conflictos. Retener al espectador en un negocio que resultaba caro lo obligaba al boleto oneroso. Más que virus, el cine es pasión y por eso resistió esta nueva prueba, como había ya resistido la anterior, también catalogada en su momento de mortífera: la televisión como negocio de entretenimiento masivo. Y ya ve usted, cada vez se hacen más películas, cada vez vemos más televisión y más películas en el cable. El cine es distinto en video o DVD pero eso no lo hace menor ni mejor. Los nuevos formatos tienen una disculpa: imposible comercializar una película en video o DVD sin tener primero una película. ¡Adán, gracias por tu costilla¡
Fue así con Sharon Stone en pelotas y en mi cama, es que recordé su turbulenta vida sentimental –tenía una fama de amante compulsiva, interesada e insaciable--, sus películas banales, aquella con Stallone en El especialista –perdón Lucho Llosa—que fue considerado tan desastroso como «el Hindenburg estrellándose contra el Titanic», sus escenas eróticas sin dobles, su filosofía fría de témpano emocional carente de la más mínima emocionalidad, su matrimonio con un coleguita, el muy poderoso editor periodístico Phil Bronstein y esa frase que delata su coeficiente intelectual de 154: «Soy una superviviente, en absoluto una víctima. He vivido experiencias infernales, pero elegí que me hicieran fuerte en vez de destruirme». Sin duda esa es mi Sharon, lástima que sólo exista para el cine y su cuerpo para las películas y ésta, la otra noche, mientras mi hijo dormía, sólo lo haya gozado en video y con canchitas y entre mis sábanas.


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