Y al bombardearte las redondas balas,
El gol cantado que perdió sus alas.
P.M.P.
El ser y la nada. Siempre me pregunté por qué los especialistas llaman a los habitantes de todos los estadios – y a secas—: «almas». Para los partidos del Mundial Alemania 2006, aseguran los expertos que asistirán cerca de 5 millones de «almas». Cierto, una dirá que en el Perú así se llene el Monumental de la «U», que es el estadio más grande y el más extraño, la cifra sería infrecuente en estos días y que tantas «almas» pasen por la taquilla, materialmente es imposible. Los especialistas deberían nominar a los espectadores, por ejemplo, espíritus o cuerpos astrales que suena mejor que las amorfas «almas», y que bien podrían poblar las graderías de la única novela de Juan Rulfo o la osamenta del arca de la pasión como decía Benedetti y no las berrinchosas tribunas en pena de la barra brava de Universitario de Deportes.
Quizá el alma que debiese tener asiento numerado y tribuna asegurada para el mundial sea la de Julca del Pozo, un extraño y entrañable compañero de la secundaria, allá en un remoto colegio que se ubicaba frente al bosque de Matamula entre Jesús María y Lince. Julca del Pozo tenía un físico privilegiado. Medía 1.80 incluyendo los anteojos a precoz Elton John antes de salir del closet, era hercúleo de tronco, zapatón de posteriores y pintaba unos ralos bigotes florentinos, amén de manejar un genio musulmán escondido tras su sonrisa a lo sacristán norteño de viejo cuño.
Sin embargo, en el tema de la Segunda Guerra Mundial era lo que se llama un erudito. Experto en los multiples modelos V-1 y V-2 que bombardearon Londres, se daba el lujo de descifrar los planos de la División 28 de Infantería durante la campaña de Normandía. Julca del Pozo o «Pichín» como solían llamarlo aquellos que siempre ocupaban las últimas carpetas de aquel húmedo salón y con tufo a orines añejos, era el cuarto arquero de nuestra selección del Quinto «C»; un once qe parecía diez porque no teníamos wing izquierdo y había que improvisar con el Bizco Dioses –un hijo de la gran Piura-- que cada vez que tiraba el centro había que correr a evitar el autogol. El Bizco Dioses se manejaba una comba al mejor estilo del brasileño Roberto Carlos, lástima que al revés.
Lo confieso, con exactitud jamás llegamos a saber por qué Julca del Pozo de pronto fue nombrado brigadier general con inimaginables poderes omnímodos. Los del fondo tejieron que era gracias a que una de sus hermanas apareció de cubito ventral y luciendo apenas una negra diminuta ropa interior en la contratapa del hebdomadario «La Olla», en una suerte de sección «Las malcriadas» del hoy exitoso diario El Trome y, que por ese ícono humanista el regente, el Chacal Juárez, lo ubicó al mando de la formación con una vara implacable que no se casaba con nadie. Julca del Pozo, de ser un fervoroso militante de la nota 12, comenzó a ocupar el inmaculado cuadro de méritos en conducta y aprovechamiento.
De pronto, Julca del Pozo pasó a convertirse en una figura respetada en todo el colegio, pero él sabía bien que en su refregada alma habitaban dos dramas. Julca del Pozo no conocía los secretos del balompié y menos ningún estadio decente a lo largo y ancho del territorio patrio, además, se cagaba de pánico de sólo escuchar el nombre de la Xiomara, nuestra madrina del rijoso crecer, es decir, la matrona y su ballet del mal llamado burdel «La Nané». El antro postgrado donde se entraba púber y se salía hombre por apenas cinco Soles y lucesitas rojas tatuadas al cuello.
El tren fantasma. Una mañana, el director Cornejo, a quien llamábamos Tres Patines, comunicó en la formación que nuestros homólogos del Quinto «C» del Colegio Nacional de Jauja habían lanzado un reto aprovechando las vacaciones de medio año para un partido de fútbol que debía jugarse en sus pagos, allá, a tres mil metros de altura, y que ese desafío era una cuestión que iba más allá del honor y otras vainas. Una madrugada de julio nos embarcábamos en el Ferrocarril Central a doblegar los Andes y a conquistar la gloria interprovincial.
La anoche anterior al partido, en un hotelucho sin calefacción frente a la laguna de Paca, ante la disyuntiva de morir congelados o meternos al cuerpo un mortal e inconmensurable cañazo, decidimos por lo último. Había comenzado la debacle tan temida. Así, de nuestros cracks, el Pocho Castro, el Tata Zúñiga y la Vieja Martínez, incluyendo la reserva poco etnocaceristas, apenas quedaron sus solipsismos de sombras, sus vómitos agónicos y un soroche de los mil diablos que aunciaba la inminente derrota. Entonces antes de que sol aparezca detrás de las entrañas del Huaytapallana, Julca del Pozo, que esa misma noche había probado que el cargo de brigadier le importaba un rábano juró: «Condicípulos, mañana el arquero soy yo y muerte al Eje y a todos los nazis juntos».
El Estadio Municipal de Jauja estaba abarrotado de otras tantas almas. Éramos los teloneros de un partido entre el mejor once de los chaposos lugareños que enfrentaba a una recia selección de Sicaya. El sol quemaba las tripas y el aire era frío y escaso como las pocas fuerzas que nos quedaban en las brasas de la resaca. Con las justas lanzamos tres hurras por el Quinto «C», le pedimos un milagro a la Xiomara y rezamos una plegaria al Señor de Muruhuay que moraba en todo lo alto de aquel cielo azul.
Julca del Pozo esa tarde lucía un estrambótico atuendo, una mezcla del look a lo «Divino» Zamora y un aire a Jorge Chávez antes del accidente de los Alpes. A la primera pelota que le vino envenenada y que ya se clavaba en el ángulo, el grandote respondió con una acción felina extraída del tercer tomo del tratado de Escartín y que enmudeció al estadio. Luego, siguieron una tras otra sus estiradas, esos planchones contra el ichu marchito por las heladas, el vuelo plástico de palo a palo y, sus descolgadas seguras privilegiando su formidable golpe de vista.
En el entretiempo comenzó el drama. Un entredicho entre Julca del Pozo y el Gato Mejía -- el anterior y receloso brigadier-- sobre si el rey Jerjes fue aquel notable estratega a quien se refería la historia con prebendas en las Termópilas o si en verdad los griegos habían regalado el partido. El incidente originó que Julca del Pozo agarre mal genio y se niegue rotundamente a atajar en el segundo tiempo. Hubo súplicas, amagos de sobornos y hasta el Manco Franco prometió presentarle a sus virginales primas. Nuestro arquero salvador, dijo fundamentalista que las verdades no se riegan tras una vulgar pelota de fútbol sino que se graban en los sagrados libros de la memoria, y más allá de cualquier otro detalle, así quedó en perfecto estado catatónico observando las estribaciones andinas en lontananza.
A los 20’ del complemento ya perdíamos 2 a 0 y la goleada era inaplazable. Entonces el locutor oficial anunció por los parlantes internos una variante en los jaujinos que iba a cambiar nuestro destino cruel: «Sale Marciano Condori e ingresa Hitler Cuya», así lo dijo. En ese momento y desde el banco de suplentes, Julca del Pozo saltó como un resorte. Él no podía permitir que algún Hitler habite por esos lares y mucho menos que nos gane un partido. Con elegancia francesa, entonces, pidió permiso al de negro y presto regresó a cuadrarse bajo nuestros tres palos. Así, contagiados todos, nos llegó un segundo aire y de un par de puntazos y con dos fulminantes contragolpes ya empatábamos aquel epopéyico encuentro.
En el arco iris. El gran Julca del Pozo ahora cortaba los centros de cabeza, embolsaba los taponazos con parsimonia inglesa y se daba el lujo de salir hasta la media cancha. Cuando ya jugábamos los descuentos y el empate era heroico y replegados en nuestra área ejecutabamos la estrategia del murciélago, inventamos una falta con el ardir: «el muerto tirado en la pista» y ni modo, el juez pitó un tiro libre. El Gato Mejía colocó el balón sobre un cerrito de hierba a unos 45 metros del arco jaujino. Su intención era tirar la pelota al río para que acabe el partido. De pronto, como alma que trae el diablo apareció Julca del Pozo gritando: «mía» y llegando como un fantasma raudo le pegó tal zapatazo que --después confesaría—aprendió de los B-29, las ‘fortalezas volantes’; y la pelota hizo una elipse, besó una nube coqueta y de reojo y en bajada cual ícaro furioso se incrustó en el mismas rincón de ánimas del arco local. Era el 3 a 2 y lo gritamos hasta con los capachos como cuando los franceses bramaron con el ingreso de los aliados a París.
El nuestro fue un regreso con gloria y Julca del Pozo llegó coronado de héroe y con los laureles escolares. Sin embargo, nuestro arquero desde aquella vez no fue le mismo y de brigadier general pasó nuevamente a ser el inocuo alumno que conocimos al principio. Terminado el colegio lo vimos como acólito de una extraña congregación en Lince y hasta se contaban que quemó la pelota reglamentaria que obtuvo como premio en un extraño ritual. Luego se lo tragó la tierra. Un día a la salida del Estadio Nacional me contaron que había muerto mezclado en una feroz discusión de fe. Por eso digo que los especialistas no saben nada de almas y que para el próximo mundial se volverán a equivocar porque en su contabilidad no figurará esa «alma», la de Julca del Pozo, ahora infaltable ánima en todos los estadios del planeta, recordando su gol en Jauja y ese cañonazo diurno y ese cañazo nocturno que le enseñaron la ruta a la otra vida.
LEER MÁS: En «El más vil de los ofidios». Eloy Jáuregui. Alfaguara 2006. En prensa.
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