Cholitas aguantadas: La primera fue Janet Barboza y no Eva María Abad. Digo la primera mujer cobriza y no la autorubia Laura Huaracayo, hembra mediática neoincobriza. Janet, la cajamarquina de rulos eclécticos, había subyugado el paradigma racial. Se aceptó entonces que «Las cholas también son ricas» y no sólo «aguantadas» como sentenciara el tristemente célebre dúo filosófico Servando-Florentino.
De esta y no de otra manera existía un erotismo nacional. Una hija de Huaynapoto podía ser tan o más apetecible que una Garota de Capa o esa rubia anoréxica del Backstage de Fashiontv. Era harto conocida la delectación por un tipo de hembra de estructura atiborrada a lo largo y ancho del territorio nacional. Cierto señora, usted dirá que no existe «lo nacional». Pero en cuestiones de la libídine déjeme darle por el otro lado y contradecirle. Hay una hembra-tipo de engranaje patriótico que desdice del flácido nacionalismo humalista. Ergo, va de modelo el siguiente axioma: Estatura mediana, cabeza regular, cuello corto, pechos turgentes, quebradura catarática de columna, nalgas sinuosas, caderas curvas, muslos abombados, pantorrillas opulentas, pies erguidos, talones saltones. Esa es. Acaso la observó en la revista COSAS ¡Qué cosas tiene la vida!
Si desde los cincuenta, el valiente ginecólogo Ernest Gräfenberg reveló la existencia del punto G, y noches después aceptó que el clítoris era el órgano sexual con mayor capacidad de estimulación en la pareja, que no había dos orgasmos, sino uno solo --de estimulación clitorídea y reacción vaginal--, que la mujer es potencialmente multiorgásmica y así, quedó comprobado --para revolcar al polígrafo, bibliógrafo y plúmbeo conductor de televisión, Marco Aurelio Denegri [autor del famoso texto: «¿Y qué fue realmente lo que hizo Onán?»]—y así también quedó derrocado el prejuicio que «sedusexión» era un galimatías de pacotilla frente a la verdad irrefutable que el erotismo era diferente en cada hombre y mucho más en cada mujer sea de aquí o de acullá, que hay la raza animal y la otra que piensa para coitear --que así se debe decir y no como un cojudo «hacer el amor»-- y que por lo tanto el cerebro era el principal órgano del placer, el único encargado de procesar los estímulos que provienen tanto del cuerpo como de la mente, entonces el ojo era el tacto y la mirada el traslado a lo venéreo, como la palabra babeante a la autopista genital y de ahí derechito al genio del goce [La triple G], digo, ahí precisamente nació el polvo nacional.
Y no me [se] venga con que la respuesta sexual femenina ha ido en aumento público aunque para muchas todavía está desconectada de su componente anfo
privado y así, de su natural ADN de explosión falaz. Los trabajos de William H. Master y Virginia Jonson, que mataron para siempre la vergüenza y revolucionaron el campo de la sexología --en los descarados años 70—permitieron la masturbación femenina como gestión emancipadora y comisión del impudor. Entonces no sólo le han ganado al recato de mi tía Cristina sino al cielo de la insolencia pura y mucho más. Aquí, en San Borja, en Bambamarca y al ingreso de Huachipa. De eso se trata, que Tula Rodríguez, Karen Dejo, Maricarmen Marín, Mónica Cabrejos, Giovana Renjifo, Maricela Puicón, Carolina Infante y otras damas a quien no nombro por razones más obvias que de sabiduría personal, pertenecen a la generación Janet Barboza. Aquella que recargó la libido de la choledad a la reivindicación de la completísima comezón oriunda. Por ese tubo el patrón deseo-apareamiento tiene valor vernáculo. Y de eso se trata, que desde Chicha tu Madre y hasta la reciente Las Vírgenes de la Cumbia, la serie de televisión, han instaurado el originario --y su imaginario--trajín de la mujer en Lima. En el caso de tele, Mercedes, Guadalupe, María y Fátima son cuatro jóvenes de origen barrial que se unen para lograr el mismo sueño de alcanzar fama mediante la música, iniciando su carrera cuando el productor Mágico Sandoval les ofrece ser parte de un grupo de cumbia. Cierto, las cuatro tienen hambre de pan y sed de sexo. Entonces llega la optimización de la sinergia: boca come, culo paga.
Me rompo la madre. Debo confesarlo. Soy admirador de Tula Rodríguez. Una noche la esperé fumando en una calle de Miraflores. Si no fuese por mi olfato a gato techero con vademécum de cazador casi se me pasa. Tula se parece a cualquier mujer peruana que aplana las calles de la urbe. Al verla yo no creí que era esa mujer que me provocaba fiebres en mis sueños húmedos y ella tampoco que era yo ese galán que la citó por teléfono. Cierto, en aquel tiempo, ella tampoco lo podía creer. «Me saco la mierda desde la 6 de la mañana chambeado», así le decía a su maquilladora. Y ya era vedette, actriz, presentadora de televisión y empresaria de un emporio popular de uñas y manicure.
Ayer no más tenía programa propio en la televisión y fue especial su trabajo en una de las series más populares de la Frecuencia Latina representando a la mujer del cantante Chacalón. Luego ha participado en casi todas las película nacionales que han intoxicado a los peruanos orgullos de su PBI y ahora es Mercedes, una vecina del Callao, emperatriz de las polladas bailables y figura de la miniserie Las vírgenes de la cumbia que obviamente no incluye a Lourdes Flores Nano.
Tula Rodríguez sabe que su estructura cárnica no tiene nada del otro mundo y por eso gusta aunque vaya contra la lógica del apetito machista: «Las peruanas deben ser tetonas y culonas». Mientras Bombón, Burbuja y Bellota, Las Chicas Superpoderosas conquistaron al cine con una delirante mezcla de animé, lisérgica, sexo y harta grasa rijosa, ella, la Tula, decretó el fin de la indialogías y que la xenofobia era una suerte de sexofobia sólo si el asunto era por detrás .
Me rompo la madre. Debo confesarlo. Soy admirador de Tula Rodríguez. Una noche la esperé fumando en una calle de Miraflores. Si no fuese por mi olfato a gato techero con vademécum de cazador casi se me pasa. Tula se parece a cualquier mujer peruana que aplana las calles de la urbe. Al verla yo no creí que era esa mujer que me provocaba fiebres en mis sueños húmedos y ella tampoco que era yo ese galán que la citó por teléfono. Cierto, en aquel tiempo, ella tampoco lo podía creer. «Me saco la mierda desde la 6 de la mañana chambeado», así le decía a su maquilladora. Y ya era vedette, actriz, presentadora de televisión y empresaria de un emporio popular de uñas y manicure.
Ayer no más tenía programa propio en la televisión y fue especial su trabajo en una de las series más populares de la Frecuencia Latina representando a la mujer del cantante Chacalón. Luego ha participado en casi todas las película nacionales que han intoxicado a los peruanos orgullos de su PBI y ahora es Mercedes, una vecina del Callao, emperatriz de las polladas bailables y figura de la miniserie Las vírgenes de la cumbia que obviamente no incluye a Lourdes Flores Nano.
Tula Rodríguez sabe que su estructura cárnica no tiene nada del otro mundo y por eso gusta aunque vaya contra la lógica del apetito machista: «Las peruanas deben ser tetonas y culonas». Mientras Bombón, Burbuja y Bellota, Las Chicas Superpoderosas conquistaron al cine con una delirante mezcla de animé, lisérgica, sexo y harta grasa rijosa, ella, la Tula, decretó el fin de la indialogías y que la xenofobia era una suerte de sexofobia sólo si el asunto era por detrás .
«Y no te digo mis medidas porque ayer estuve en una anticuchada», así me dice mientras se retoca las pestañas. Tula que jamás soñó ser vedette ni hetaira griega, es la típica hija del pueblo. Hoy sostén de una familia sin padre seguro y que ha trasladado a su plebe –gracias al contoneo de sus caderas—a un departamento de La Molina donde la vecindad la muerde pero no la traga.
Cuando llega al anochecer, apurada y gana la puerta de artistas del teatro Canout, Tula Gabriela Rodríguez Quintana, peruana, 27 años, hija ilustre del distrito de El Agustino, no parece ser aquella otra mujer que se luce en las iluminadas marquesinas del teatro miraflorino. Allí está la vedette, de tanga y muslos turgentes, de elegancia cárnica y trasero agravado, de mirada paroxística e imaginado jadeo. Acá, avanzando por el callejón oscuro y rumbo al vestuario, está la otra, la mujer peruana en jean, chompa y casaca de camélido oriundo, sin maquillaje como esa sombra que habita en la sonrisa de la otra que anhela estar a un lado para volver poco a poco a la sombra que la ilumina.
Yo era otra mujer. En ese entonces me contaba que para ser figura se levantaba a trabajar antes de las seis de la mañana porque hace gimnasio, corre, desayuna tostadas y lecturas descafeinadas, y vuela en su Toyota al canal y que tiene que salir sin mayor ensayo en lo de «Utilísima» y hace radio y luego ensaya para la siguiente obra, que te juro mi amor, es una sorpresa, y le suena el celular una y otra vez y que ahora sí sueña aunque duerma poquísimo y eso está mal, ya le dijo su médico y que ya no será jamás esa mujer silenciosa y solitaria, resignada a la cárcel del fregar ollas, peruana aturdida contemplando su vida pequeña, incolora y vacía. Vida de instantes felices, penumbra segundona clavada al reducido ámbito de lo doméstico, la casita en la cumbre del neoarribismo y el ajuar encofrado como premio al doloroso sacrificio de ese matrimonio obligado con ardor y sin amor.
Su primer sueldo fueron 400 soles en 1993 cuando luego de pasar la prueba con su «agente de modelos», llámese Rolando Oré o Javier Soriano, la invitaron a probarse en “Risas y Salsa”, programa líder del calatísmo y el cachondeo nacional. Tula sabía que lo único bueno a sus 15 años era su cola y una mañana de miércoles junto a su madre, doña Clara Quintana, llegó hasta el teatro Westers, hoy iglesia cristiana Agua Viva y en pantaloncitos calientes su puso a bailar «No te quites la ropa», aquella salsa de Luis Enrique como lo hacía en las fiestas del barrio, y los ojos y dedos sabios de Guillermo Guille, un argentino de pupila lujuriosa, se dijo para sí, está es la chola que me faltaba.
Tula Rodríguez pertenece a la generación “Cholitas aguantadas”. Por eso le costó un mundo llegar a la altura de Deisy Ontaneda y Gabriera Rivera –la una blanca, la otra canela—y le costó más no sólo por chola sino por escolar. Llegaba ojerosa a sus clases de matemáticas y se despintaba las uñas verdes mientras escuchaba a la monja de religión. La directora llamó a su madre. ¿O estudia o vive de noche? les dijo inclemente. Tula lloró la mamá también. No había papá y esa plata del baile servía para los cuatro hermanos. La comezón de ser popular le quemaba la piel. Las ganas de no ser como las amigas del barrio, la mayoría con guaguas y sin DNI, le trenzaba las tripas. Entonces le rezaba a la Virgen del Carmen y le fregó no tener fiesta ni viaje de promoción. Qué linda hubiera aparecido en la foto, con su barrito, el lunar colgado a la izquierda y esos pechos tarifa plana aún pequeñitos.
La raza como masa. Pese a que las divas más famosas de la televisión no son ni cholas ni mujeres. Pese a que el travestismo y el mariconaje se oponen a la peruana-tipo, la vedette estándar luce hoy facciones híbridas. Ni rubias ni negras, mejor, mestizas o sacalaguas. Tula Rodríguez no es Mónica Cabrejos –aunque las dos se vivan ahora con futbolistas--, su riqueza es entreverada y promiscua en el buen sentido de la palabra. Es esplendor de pollada y magnificencia barrial. Su genoma ético se yergue en los fastos del lumpenaje. Su utopía es el ascenso social no importa el medio ni la pose. Sé es vedette si hay orgullo vecinal. La foto en el diario, su heroica vida secreta en la pantalla. Su melodrama es su destino. Su fama es el auto del año, la ropa chancho y sus contratos nada privados. Su marido, el pelotero. Su país, el que se merecen.
Preguntada-diga si está contenta de haber nacido en el Perú, esta vecina de la cuadra 12 de la avenida Riva Agüero en la Corporación El Agustino dijo rotundamente que sí e insistió que estaba orgullosa de haber nacido junto a un cerro. Que había viajado a Japón y otros países parecidos y que sufría harto porque extrañaba el cuy chactado, la chanfainita y el cau-cau. Soy chola y bien peruana, subrayó pero no tengo nada que ver con Laura Bozzo o Martha Chávez.
Ellas también son peruanas pero de otra laya. Cuando el cronista insistió en quebrantar su patriotismo interrogándola en que otro país le hubiera gustado nacer, la entrevistada, ahora ya en ropa interior y respondiéndole al espejo quedó muda por un instante, apagó el celular y despacito respondió: en el Brasil, es que sabes, me gusta todo lo tropical, la playa, el sol y el ritmo ¿En Cuba? No ahí no, no me gusta Fidel, sostuvo.
Cuando llega al anochecer, apurada y gana la puerta de artistas del teatro Canout, Tula Gabriela Rodríguez Quintana, peruana, 27 años, hija ilustre del distrito de El Agustino, no parece ser aquella otra mujer que se luce en las iluminadas marquesinas del teatro miraflorino. Allí está la vedette, de tanga y muslos turgentes, de elegancia cárnica y trasero agravado, de mirada paroxística e imaginado jadeo. Acá, avanzando por el callejón oscuro y rumbo al vestuario, está la otra, la mujer peruana en jean, chompa y casaca de camélido oriundo, sin maquillaje como esa sombra que habita en la sonrisa de la otra que anhela estar a un lado para volver poco a poco a la sombra que la ilumina.
Yo era otra mujer. En ese entonces me contaba que para ser figura se levantaba a trabajar antes de las seis de la mañana porque hace gimnasio, corre, desayuna tostadas y lecturas descafeinadas, y vuela en su Toyota al canal y que tiene que salir sin mayor ensayo en lo de «Utilísima» y hace radio y luego ensaya para la siguiente obra, que te juro mi amor, es una sorpresa, y le suena el celular una y otra vez y que ahora sí sueña aunque duerma poquísimo y eso está mal, ya le dijo su médico y que ya no será jamás esa mujer silenciosa y solitaria, resignada a la cárcel del fregar ollas, peruana aturdida contemplando su vida pequeña, incolora y vacía. Vida de instantes felices, penumbra segundona clavada al reducido ámbito de lo doméstico, la casita en la cumbre del neoarribismo y el ajuar encofrado como premio al doloroso sacrificio de ese matrimonio obligado con ardor y sin amor.
Su primer sueldo fueron 400 soles en 1993 cuando luego de pasar la prueba con su «agente de modelos», llámese Rolando Oré o Javier Soriano, la invitaron a probarse en “Risas y Salsa”, programa líder del calatísmo y el cachondeo nacional. Tula sabía que lo único bueno a sus 15 años era su cola y una mañana de miércoles junto a su madre, doña Clara Quintana, llegó hasta el teatro Westers, hoy iglesia cristiana Agua Viva y en pantaloncitos calientes su puso a bailar «No te quites la ropa», aquella salsa de Luis Enrique como lo hacía en las fiestas del barrio, y los ojos y dedos sabios de Guillermo Guille, un argentino de pupila lujuriosa, se dijo para sí, está es la chola que me faltaba.
Tula Rodríguez pertenece a la generación “Cholitas aguantadas”. Por eso le costó un mundo llegar a la altura de Deisy Ontaneda y Gabriera Rivera –la una blanca, la otra canela—y le costó más no sólo por chola sino por escolar. Llegaba ojerosa a sus clases de matemáticas y se despintaba las uñas verdes mientras escuchaba a la monja de religión. La directora llamó a su madre. ¿O estudia o vive de noche? les dijo inclemente. Tula lloró la mamá también. No había papá y esa plata del baile servía para los cuatro hermanos. La comezón de ser popular le quemaba la piel. Las ganas de no ser como las amigas del barrio, la mayoría con guaguas y sin DNI, le trenzaba las tripas. Entonces le rezaba a la Virgen del Carmen y le fregó no tener fiesta ni viaje de promoción. Qué linda hubiera aparecido en la foto, con su barrito, el lunar colgado a la izquierda y esos pechos tarifa plana aún pequeñitos.
La raza como masa. Pese a que las divas más famosas de la televisión no son ni cholas ni mujeres. Pese a que el travestismo y el mariconaje se oponen a la peruana-tipo, la vedette estándar luce hoy facciones híbridas. Ni rubias ni negras, mejor, mestizas o sacalaguas. Tula Rodríguez no es Mónica Cabrejos –aunque las dos se vivan ahora con futbolistas--, su riqueza es entreverada y promiscua en el buen sentido de la palabra. Es esplendor de pollada y magnificencia barrial. Su genoma ético se yergue en los fastos del lumpenaje. Su utopía es el ascenso social no importa el medio ni la pose. Sé es vedette si hay orgullo vecinal. La foto en el diario, su heroica vida secreta en la pantalla. Su melodrama es su destino. Su fama es el auto del año, la ropa chancho y sus contratos nada privados. Su marido, el pelotero. Su país, el que se merecen.
Preguntada-diga si está contenta de haber nacido en el Perú, esta vecina de la cuadra 12 de la avenida Riva Agüero en la Corporación El Agustino dijo rotundamente que sí e insistió que estaba orgullosa de haber nacido junto a un cerro. Que había viajado a Japón y otros países parecidos y que sufría harto porque extrañaba el cuy chactado, la chanfainita y el cau-cau. Soy chola y bien peruana, subrayó pero no tengo nada que ver con Laura Bozzo o Martha Chávez.
Ellas también son peruanas pero de otra laya. Cuando el cronista insistió en quebrantar su patriotismo interrogándola en que otro país le hubiera gustado nacer, la entrevistada, ahora ya en ropa interior y respondiéndole al espejo quedó muda por un instante, apagó el celular y despacito respondió: en el Brasil, es que sabes, me gusta todo lo tropical, la playa, el sol y el ritmo ¿En Cuba? No ahí no, no me gusta Fidel, sostuvo.
Cuando le pidió al cronista que se voltee porque se iba a calzar la tanga, Tula alcanzó a responder que con su trabajo aportaba al ánimo del país porque lo suyo era trasmitir alegría y ganas. ¿Ganas? Sí, ganas de vivir con buen ánimo. Los peruanos no nos reímos a carcajadas desde hace buen tiempo. En «Utilísima» motivo a las amas de casa, en «Risas de América» a los maridos de las amas de casa. En «Chacalón» a los cerros de la marginalidad. En el teatro, a los amigos íntimos de los amos y amas de casa. Cierto, lo dijo con malicia, con esa picardía que tiene el cromosoma de la esquina trajinada cuando habita en el tuétano del deseo. Y ahora, en «Las Vírgenes de la cumbia», a los onanistas producto del síndrome Agua Bella.
¿Lees? le insistí. Tula me quedó mirando. Leo los avisos clasificados, ¿cómo se llama ese? Paulo Coelho. ¿Sabes? No doy para la lectura. Ahora trabajo 18 horas y hay veces que me «voleteo». Gano lo suficiente. Vivo en La Molina pero estoy por comprarme un terreno para construir una casa para toda la familia. Y aquí comenzó a responder sobre los tres deseos de todo peruano. Dijo: Primero. Que quería que los nacionales tengan trabajo. Segundo. Que vivan en un estado de paz interior. Tercero. Que su familia sea feliz ¿Cómo? Que estudien, que consigan realizarse, que nunca se peleen. ¿Y el Perú? Le insistí. Lo dijo rápido: «Es un país pobre pero con gente que tiene una inmensa riqueza en el corazón». Y dígame señora, no está buena la chola.
[*] Leer más en: «El Más vil de los ofidios». Eloy Jáuregui. Alfaguara 2006. En prensa.
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