martes, abril 25, 2006

POMPIS FÚNEBRES 3: ÚLTIMA ODA A «EL CUERPO»



El Babero de Raquel

ESCRIBE: Eloy Jáuregui



Cada vez que estoy en Arequipa el aroma de las orillas de la ciudad de vista a sus campiñas me recuerdan un bolero de Raúl Shaw Moreno. ¿Quién es el señor Shaw Moreno? Se imaginan. Nada, un cantante boliviano. De lo que se llama cantante y que fue primera voz del trío Los Panchos entre 1951 y el siguiente que fue más que suficiente. Raúl no se apellidaba Shaw. Nadie se apellida así. Él era Raúl Alberto Boutier Ramírez, pero eso a quién le importa. Boutier o Shaw Moreno, había nacido en Oruro. Y era conocido mas no famoso. Ahora está muerto. Un día como hoy de abril se fue de este planeta en el 2003. Ya lo decía el poeta T.S. Eliot: «abril es el mes más cruel». Y en abril recuerdo el tema de marras para bailar en una loseta: «Cuando tu me Quieras». Y más que pieza musical hoy me duele como pieza dental. Era súplica de un púber a una actriz toda púbica –también boliviana, de sangre boliviana quiero decir por la vena del padre— y que en ese tiempo ya le decían «El Cuerpo», y vaya uno a saber, también en ese mi tiempo, por qué.

Allá, no en otro lugar, los arequipeños y más las arequipeñas también tienen su sello y su cielo propio como debe ser el cielo autónomo. Tienen a los ángeles como deben ser los ángeles, es decir de sexo femenino y de piernas perfectas. Tienen el rocoto como debe ser los rocotos, sabrosos, carnosos y picantes. Pero sufren los hijos de esas viñas del Señor como sufre Satanás cuando fumigan su infierno; en otras palabras, sufren porque de un tiempo a esta parte no tienen cines. Como son los cines ahora, sin choclos sancochados pero sí harta canchita y charm con dedo meñique para empujar el uchukuta.

Mucho antes los había como salas clásicas –con boletos de cartón y lunetas acolchadas—tal como el recordado cine Fénix donde hace más de 35 años descubrí a mi primer amor. Éstas, digo yo, serían mis bodas de platón: ella era un verdadero banquete. Pero la mujer estaba presa en la pantalla. Es verdad, se llamaba Raquel Welch, y desde que me miró supe que estaba enamorada de este servidor. La película, mal traducida había sido intitulada «Viaje Fantástico». Raquel no actuaba, no se desnudaba, apenas balbuceaba uno que otro jadeo pero ya lo dijo José Feliciano, el amor es mudo y habla sólo con los besos. Cierto, los dos emprendimos un romance que dura hasta estos días. Hecha la mujer, hecho el pecado, dicen en la MGM. Y es pecado también andar enamorado tanto tiempo. Y vamos que la señora ya cumple 66 años y esta a un tris de estar en 3 allí en los 69 abriles. Pero de eso se trata, que más les puedo decir, sólo que antes ya nos hacíamos ojitos.

Así, cuando la familia se asentó en Lima me hice un mitógrafo precoz. El telón del cine fue siempre mi talón de Aquiles. Yo en ese entonces, Ulises sin perro -- de la RCA Victor-- que me ladre y huérfano de James Joyce, regresaba casi siempre a Itaca todas las tardes y a oscuras como un Homero hecho de sólo tacto. ¡Ah Itaca! la isla Itaca --bueno a los 13 años uno sospecha que no sólo le falta bigotes sino algo más contundente-- aquel peñón en matinée --ya han asegurado cientos de cínicos que la hora ideal para el sétimo arte es como en los toros, la tercera hora PM--. Mi Itaca en realidad quedaba en medio de ese mar Jónico lejano de mi Surquillo natal. Mi Itaca era la cazuela del cine Orrantia, frente al primer by pass que se construyó en Lima, obra del dictador Odría y ahí están ahora las fotos pegadas en el puente Villarán para que los blanquitos no se anden quejando de los dictadores.

Entonces uno tenía la modernidad urbanística en la espalda y después, la postmodernidad cinematográfica tatuada en el pecho que era antes. En el medio siempre estaba el telón. Y los telones del cine Orrantia, imaginaba yo, casi como un intolerante D.W. Griffith ante su Babilonia de celuloide del pobre, los telones decía, siempre me parecieron las sábanas de las estrellas. Y en el Orrantia, uno no subía el telón sino, bajaba las sábanas. Y en medio de aquel lindo capullo de alelí, aparecían ellas, las estrellas, las Star-systen de mi cazuela, que en todo caso es la madre de todas las sopas. Uno en cazuela, entre los caldos de aquella unipersonal olla de teflón, se cosía a fuego lento, casi en baño e’ María, desnudo ante las diosas, solo como el primer astronauta aborigen frente a la noche espacial y especial. Y si mal no recuerdo, me hice docto en el sabor mítico antes que en el filosófico como es mucho antes el mito que el pecado. Ya lo dije, en aquel tiempo mi visón del cine era manual. Ducho sobre esas olas nocturnas como un bronceado tablista en el sueño húmedo en una tarde de verano.

No existía en aquel tiempo el pecado de la carne encarnado por la Isabel Sarli, ni la Libertad Leblanc, ni Ana Luisa Peluffo, ni Ana Bertha Lepe, ni Sonia Furió, ni Lorena Velásquez. Mucho menos existía Michelle Pfeiffer, ni Kim Basinger, ni Sandra Bullock. Jamás iba imaginar que luego llegarían Sharon Stone, Demmi More, Jessica Lange, Genna Davis, Wynona Ryder, Uma Turman y mi favorita actual, la Scarlett Johansson que nació en Manhattan a unas cuadras de donde Woody Allen se hizo del primer beso de un zambo del Bronx, allá en Nueva York.

Y aunque tiempo luego me hice íntimo de Laura Antonelli y Ornella Mutti gambeteando el síndrome de Sophia Loren, no obstante, aquella tarde que conocí a Raquel Welch, comprendí cual era la verdad verdadera de la escuela de la filosofía de la pelvis de la que tanto hablara el maestro José Ortega y Gasset en su texto Del antiguo amor a la sabiduría no corrompida. Y entendí también que la retórica del colchón y la erótica del catre --ver el westers Los 100 rifles, donde Jim Brown, negro él, poseía a la boliviana Raquel Welch, a la manera Siux, es decir, flechada literalmente por el falo vengador del KKK--, la erótica del catre, decía finalmente, estaba simbolizado semióticamente hablando, en el mismo cuerpo mas no en el alma de mi Raquel Welch.

Hembra de longilíneas formas, es cierto, hija de un hijo del Alto Perú y que tenía, amen de la virtud de su osamenta bien trabajada, la ternura de la locura hecha arrechura sin que en aquello tengan que ver las chompas de Evo Morales. Insisto excitado que trabajo más que actuó, desde que debutó en 1964 como papaya-girls de Elvis Presley en «El trotamundo»: A Swingin' Summer. ¿1964?: Sí y triunfaba la minifalda; el Watusi era el baile de moda; Cassius Clay todavía llamado así y luego sólo Alí, reclamaba la corona de los pesos pesados, y Elvis vagabundeaba de un lado a otro en su motocicleta convertido en un vagabundo en dos ruedas y ella, Raquel, miraba como «El rey» de ambulante, chapa guitarra y cambia la mús
ica para siempre. Y qué culpa tiene el Rock and roll.

Isaac Asimov, autor del libro Fantastic voyage de 1966, editado seis meses antes de que la película se estrenara, fue apurado por los manes del sétimo arte para parir una novela sietemesina. Por eso estaba convencido de haber podido escribir un libro mejor. Asimov declaraba cuantas veces le preguntaban que el libro procedía de la película y no al revés. No creo que eso ayudara mucho. El gran autor de ciencia ficción lo dijo públicamente: «No fue una mala película, dicho sea de paso. Además, Raquel Welch interpretaba su primer papel estelar y distrajo la atención de cualquier pequeño fallo de la película». Welch no era de ficción, la película resulto un producto desechable. Ella hoy es una abuela mamacita. ¿Cómo? Hija de su talento y disciplina

Es cierto, desde hace 4 años que no sé nada de ella. Uno de sus último trabajos, Tortilla Soup es un mamarracho intragable y hace luego Derecho a morir donde la crítica dice que Raquel Welch demostró al fin su talento como actriz dramática interpretando a Emily Bauer, una profesora de psicología a quien la enfermedad la lleva a una incapacidad absoluta para moverse y para respirar o tragar sin ayuda mecánica. Tras una dura lucha contra todos y contra sus propias creencias utiliza sus pocas fuerzas para solicitar que desconecten las máquinas que la mantienen «viva». Raquel estaba muerta para el cine pero vivirá siempre sólo para mi
solo.

El escritor nueyorkino Gore Vidal también la amaba aunque debo aclarar que él es homosexual. Morena tigresa Raquel, le gustaba hasta a los maricas. El análisis del poder y sus excesos constituye una de sus materias primas de Vidal. Léase Myra Breckinridge de 1968, entonces él y Raquel le darán la razón. Porque a pesar de esta militancia por la homosexualidad, el imaginario de Vidal está muy condicionado por la Welch. Él dice que representa el sex- symbol femenino máximo después de la muerte de Marylin Monroe y que al ser intérprete de la versión cinematográfica de su Breckinrídge, ella resultó el factor más importante para conseguir transmitir a millones de espectadores de todo el mundo la propuesta ambigua de la novela y su nombre.

Señora, caballero, uno siempre tiene una única mujer. Raquel tuvo una sola película y hasta hoy se le cuentan siete maridos. Así la recuerdo, los dos en el lecho, viviendo el uno para el otro, piel a piel, dorso a dorso y doy fe de mi primer amor, es decir, cuando yo babeaba como Rin Tin Tin y ladraba como Lassie, y que me perdone Liz Taylor --mi segundo compromiso-- que para eso está el doctor Pérez Albela. Por eso sí –y no sé si me dejo entender--, si para el gozo del oído es notable el Bolero de Ravel, porque no pudo existir para el sexo oral, el Babero de Raquel.
LEER MÁS: En «El más vil de los ofidios». Eloy Jáuregui. Alfaguara 2006. En prensa.

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